ARTICULO PRIMERO.- Conformar, el Comité de Dirección de...
"Año de la lucha contra la corrupción y la impunidad”
Cuando el presidente estadounidense, Donald Trump, decidió dinamitar el sistema de libre comercio vigente desde el fin de la II Guerra Mundial, la reacción fue una especie de sálvese quien pueda. Cada país ha negociado como mejor ha sabido, pero en ese escenario de amenazas trumpistas a diestro y siniestro, contactos bilaterales y plazos cambiantes, Brasil es una excepción. Por varios motivos: Estados Unidos le ha impuesto el gravamen más alto —un 50%, como después a la India—, y el presidente Trump ha dejado claro que aquí los aranceles son un mero instrumento de presión para que la justicia brasileña entierre el juicio por golpismo contra el expresidente ultraderechista Jair Bolsonaro y por ahora se niega en redondo a negociar con Brasilia. Para mayor escarnio, Brasil es uno de los pocos con los que EE UU tiene superávit. Le vende mucho más de lo que le compra. El órdago de Trump a Brasil es inédito, una batalla personal, un ataque arancelario a otro país para salvar a un aliado ideológico.
Eitetsu Nishikawa, un taxista tokiota de 58 años, considera injusta la “facilidad” con la que los extranjeros están consiguiendo un permiso de conducir en Japón. Opina que esta situación podría convertirse en un grave problema e incluso amenazar su puesto de trabajo. Sostiene que las tasas de criminalidad han aumentado debido al incremento de la inmigración y el turismo en los últimos años y que “solo irá a peor” si no se da un giro al volante. Nishikawa se siente desencantado con la política de su país, que está “atravesando un largo periodo de decadencia”.
No hay descanso de verano en la política estadounidense, ni aunque sus líderes se vayan de vacaciones. Los ciclos de votación cada dos años —los comicios presidenciales y los de medio mandato—, obligan a una campaña electoral permanente, sin respiros. Tras seis meses de gobierno de Donald Trump, en los que el republicano ha monopolizado la atención, los líderes, legisladores y estrategas demócratas tratan de aprovechar el parón legislativo de agosto para arrebatar la iniciativa a su rival y posicionarse lo mejor posible para su gran prioridad: ganar la mayoría en el Congreso en las legislativas del año que viene y abrir así una vía para recuperar la Casa Blanca en 2028. Eso incluye pasos como la espantada de los legisladores demócratas en Texas, que se han marchado en masa a otros Estados para evitar una reforma del mapa electoral que restaría escaños al partido en favor de los republicanos y complicaría muy mucho su meta.
Un mensaje en Instagram colocó a la cantante Rosalía en el centro del debate sobre si los personajes públicos deben tomar partido o no ante la invasión israelí de Gaza, que deja ya 60.000 palestinos muertos desde el inicio de la ofensiva en octubre de 2023. A finales de julio, el diseñador Miguel Adrover publicó en su cuenta de Instagram un correo electrónico en el que comunicaba a la estilista de Rosalía que se negaba a hacerle un traje a medida por su silencio respecto a Gaza. Pocos días después, la artista también usó su Instagram, con más de 26 millones de seguidores, para responder: “No veo cómo avergonzarnos unos a los otros sea la mejor manera en seguir adelante en la lucha por la libertad de Palestina. Es terrible ver día tras día cómo personas inocentes son asesinadas y que los que deberían parar esto no lo hagan”.
El despacho de Antonio Banderas (Málaga, 65 años) en el teatro del Soho no es especialmente llamativo. De un tamaño medio, sin ostentaciones. Como mucho caben tres personas sentadas. Algún recuerdo, eso sí. Más grande es una sala de reuniones anexa, desde donde se ve al resto de las trabajadoras (ese día, todo mujeres, con las que comerá al final de la mañana) gracias a las paredes de cristal que acotan las oficinas. A la derecha de Banderas, sentado tras el ordenador, la ventana da a una calle estrecha, y a través de las láminas inclinadas de la contraventana se vislumbra a los peatones. Cualquier paseante podría levantar la vista y encontrarse al malagueño. En realidad, Banderas no se esconde de su público. Nunca lo ha hecho. Menos aún en su actual vida en su ciudad natal. Vive frente al teatro romano y la Alcazaba, en el centro. “Hoy he corrido ocho kilómetros por el puerto”, apunta.
Leonora se pasea por la habitación asignada para ella en la residencia de escritores y ve, por segunda vez en su vida, el artefacto redondo, gris, colocado en una esquina. Lo toma del suelo y lee la etiqueta: “Sleep Sound Machine”. Sonríe. Recuerda su desconcierto en Nueva York, en el apartamento del hijo ausente de su amiga Kitty frente a Central Park. Las ventanas del piso miraban al mar verde que era el parque. Leonora curioseó el moderno mobiliario, la cama blanca, los estantes con revistas. Allí fue que encontró aquella máquina del sueño cuyo nombre le intrigó, hasta que la encendió y escuchó el sonido sordo y continuo de un aparato de aire acondicionado. Le costó creer que alguien diseñara y, peor aún, comprara ese artefacto, pero en Estados Unidos la sociedad de consumo era experta en crear necesidades.
En el set de toda gran producción de fotos, uno nota, lo primero, una tensión casi solemne: cada gesto que se realice aquí, en este momento, impactará luego al resultado final; lo que haga cualquier empleado de cualquier departamento afecta al trabajo de otro. Como en misa, nadie hace nada que no deba hacer. Uno identifica rápido a los jefes de cada equipo: son los que están agolpados sobre las tres o cuatro pantallas que muestran el avance del trabajo. Los ayudantes son los que llevan herramientas encima. El de maquillaje, un zurrón lleno de pinceles, cepillos, brochas, cremas, bases y correctores. El de producción, un móvil en vibración constante y una cajetilla de tabaco a medias.
La ocupación militar total de Gaza por Israel tiene luz verde. La orden fue aprobada por el gabinete de seguridad israelí en la madrugada del viernes. Previamente, el primer ministro, Benjamín Netanyahu, lo anunció en una entrevista en Fox News, es decir, se lo dijo a Donald Trump por televisión. No está claro cuándo dará el ejército los primeros pasos, ni en qué consiste el “control” de Gaza, ni siquiera si el plan se refiere a la ciudad de Gaza o a todo el territorio. El mero anuncio consolida la espantosa realidad de que, 22 meses después de comenzar la operación militar contra Hamás, el futuro a corto plazo de Gaza es el de ser un gueto en el que sus dos millones de habitantes solo esperan, básicamente, su destrucción.
Nadie me ve, pero se miran unos a otros.
Cuando Steven Spielberg dirigió La lista de Schindler, algunos historiadores le reprocharon que escogiese para contar el Holocausto la historia de un alemán que salvó a cientos de judíos. Oskar Schindler fue un miembro del Partido Nazi que se instaló en Cracovia para forrarse aprovechándose de la guerra sin ningún escrúpulo. No tuvo problemas en instalarse en un piso de lujo que había sido incautado a una familia judía. Pero cuando contempló las atrocidades de la liquidación del gueto de Cracovia, algo hizo clic en su mente y se dio cuenta de que no podía ser cómplice de esa barbarie. Y decidió hacer todo lo posible para salvar vidas humanas.
Barcelona comenzó hace más de una década a tomar medidas para gestionar el turismo masivo. La primera fue el veto a nuevos pisos turísticos, impuesto por el exalcalde Xavier Trias en 2014, tras un verano de desmadre que tocó techo con la imagen de turistas desnudos en un supermercado del barrio de la Barceloneta. Desde entonces, se ha cortado el grifo a nuevos hoteles en el centro, se han cerrado pisos turísticos ilegales, se han tomado medidas para reducir el impacto de los visitantes en puntos muy masificados como la Sagrada Família o el Park Guell, y hay compromisos a futuro, como el cierre de terminales de cruceros o de los 10.000 pisos turísticos que tienen licencia. Esta misma semana, el Ayuntamiento ha prohibido la organización de las rutas de alcohol.
Decía Borges que un rasgo típico de la realidad es que parezca un sueño. Observen con atención la imagen: ¿no les parece un fotograma de carácter onírico? Podría pertenecer a un instante de una película soñada por Hitchcock. Fíjense en el mobiliario oscuro, clásico, y en las escaleras que suben, aunque bajan también. La escalera es el invento más ambiguo de los concebidos por los seres humanos, pues sirve para hacer una cosa y su contraria. Y bien, en medio de ese decorado un hombre, el que permanece de pie, informa al otro de algo. Quizá, más que informarle, le intenta convencer. Pero el otro no se deja. Reparen en esa mirada de desconfianza, en esa expresión retraída, en el modo en que le apunta con el bolígrafo o la pluma de escribir, como diciéndole:
El filósofo mexicano Luis Villoro sostenía que ser de izquierdas era practicar una forma de vida, y que lo esencial no son las ideas, sino la conducta que generan esas ideas. En un libro admirable, La figura del mundo, Juan Villoro resumió el pensamiento de su padre con un aforismo de Lichtemberg: “No hay que juzgar a los hombres por sus opiniones, sino por aquello en que sus opiniones los convierten”. La izquierda no es moralmente superior a la derecha —esa idea es el pasaporte ideal para los canallas—, pero debe aspirar a serlo, porque es inseparable de un compromiso moral: con la justicia social, con la igualdad de oportunidades, con el respaldo a los más débiles, con “una actitud colectiva contra la dominación” (Villoro padre, de nuevo). Moral y política mantienen relaciones complejas, pero la izquierda no puede desvincularse de la moral, porque pierde su razón de ser. El cinismo le sienta fatal a la izquierda.
En la campaña de las elecciones andaluzas de 2018, las que dieron lugar a la irrupción de Vox, Santiago Abascal se presentaba en un vídeo montando a caballo por el campo, con la actitud de quien prepara una cacería o supervisa una finca de su propiedad. Aunque el montaje llevaba la música de El señor de los anillos y pretendía lanzar un épico mensaje de reconquista, el clip fue utilizado por sus detractores para describir a Vox como un grupo de señoritos, de privilegiados, de pijos alejados del pueblo. De hecho, ese ha sido un ataque constante al partido de ultraderecha desde que empezó a ganar protagonismo, tanto en Andalucía como en toda España. No parece que esta acusación le haya hecho mella.
La célebre cita de Tolstói en Anna Karenina nos advierte de que “todas las familias felices se parecen; cada familia infeliz lo es a su manera”. Sin embargo, en las sociedades democráticas occidentales, el descontento de las clases populares produce cada vez más una misma consecuencia: el voto para formaciones nacionalpopulistas.
Alrededor de unos cafés con leche y unas tostadas de tomate con atún, un grupo de amigas jubiladas de Jumilla comenta con bochorno el motivo por el cual se ha hecho de repente famoso su pueblo. Ni la feria del vino, ni la Virgen de la Asunción, ni los 10 días en los que las calles del municipio murciano se engalanan ya de fiesta en vísperas de la vendimia que llevan todo el año esperando. Resulta que, según han visto en las noticias, ha sido aquí y en ningún otro sitio más de España donde su alcaldesa ha prohibido a los musulmanes rezar en un polideportivo. Y ellas, como muchos vecinos, no entienden nada.
Lejos del ruido mediático, en Villamalea (Albacete) la migración es para sus vecinos una bendición. El 5 de agosto, los tres grupos políticos con representación municipal —PP, PSOE e IU— aprobaron una moción impulsada por varios colectivos para apoyar la Iniciativa Legislativa Popular que busca regularizar a medio millón de migrantes en España y que permanece atascada en el Congreso. En esta localidad de la Manchuela albaceteña, de unos 4.300 habitantes, el 25% de su población es de origen extranjero. En su censo se cuentan hasta 32 nacionalidades. Rumanos y marroquíes constituyen las comunidades de migrantes más numerosas, con 439 y 215 vecinos empadronados. Un crisol de credos y culturas que el pueblo luce con orgullo. “Aquí lo tenemos todo muy naturalizado, no sé si somos ejemplo, pero es lo que debería de ser”, defiende su alcalde, el popular José Núñez, que, por encima de las siglas, aclara que a él le paga “el pueblo”.
Mounir Benjelloun regresa en coche a Murcia desde Madrid cuando un periodista de EL PAÍS le llama por teléfono. La semana ha sido especialmente dura y mastica palabras de decepción. Desde hace más de una década ha liderado diversas entidades musulmanas, entre ellas la Comisión Islámica Española, y desde hace unos años preside la Federación Española de Entidades Religiosas Islámicas (FEERI). Por eso, ha sido una de las caras visibles en los medios después de que esta semana saltase la noticia de que el Ayuntamiento de Jumilla (27.263 habitantes) había aprobado a finales de julio una enmienda para vetar celebraciones musulmanas en las instalaciones deportivas municipales. El objetivo: defender las “costumbres del pueblo español frente a las prácticas culturales foráneas, como la Fiesta del Cordero”.
España se ha convertido en un refugio para los norteamericanos que escapan de la deriva autoritaria de Donald Trump. Familias que, sin mirar atrás, han aterrizado con la intención de quedarse. Por ahora no son demasiadas. No se trata de un éxodo ni de una crisis migratoria. Pero los estadounidenses con los que ha conversado EL PAÍS se ven, en parte, como refugiados políticos. En un viaje inverso al que hace cuatro siglos emprendieron los primeros colonos, cruzan el Atlántico para sentirse más seguros y libres, lejos de un país donde el imperio de la ley se desvanece ante un presidente desatado.
Juan Pablo Rumbo vive pegado al ventilador. Tiene 61 años y reside en Badajoz, la ciudad en la que se alcanzó el pasado domingo la temperatura máxima de España con 43,3 grados y donde falleció el lunes un hombre a causa del calor extremo. “Lo llevo mal, salgo muy temprano en bicicleta y antes de las 12.00 ya estoy en casa encerrado hasta el día siguiente”, cuenta. Reconoce estar más susceptible. “Hay días que no me aguanto ni a mí mismo”, comenta. Se entretiene con la lectura y la televisión, aunque le gustaría salir a la calle, pero no lo considera viable ante un termómetro que se dispara. Tiene una terraza exterior en su vivienda, que le encanta, pero no la disfruta: “Es imposible, no hay quien aguante en ella. Nos robaron el verano, quiero que llegue octubre”.