ARTICULO PRIMERO.- Conformar, el Comité de Dirección de...
"Año de la lucha contra la corrupción y la impunidad”
En apenas dos semanas, España ha sufrido 19 de los 50 incendios más grandes registrados en la última década, según el Sistema Europeo de Información sobre Incendios Forestales (EFFIS). Las 358.000 hectáreas arrasadas desde el 8 de agosto han convertido 2025 en el peor año del país, con una superficie total que ya supera las 400.000 hectáreas. Lejos queda el récord de 2022, cuando ardieron 306.000 hectáreas con incendios tan devastadores como los de Losacio y Ferreras de Arriba, que arrasaron más de 60.000 hectáreas en la Sierra de la Culebra.
MetodologíaEl análisis de las hectáreas quemadas sigue el criterio de EFFIS, que excluye los incendios menores de 30 hectáreas y toma como referencia su fecha de inicio. Aunque EFFIS agrupa sus registros por provincias, en este reportaje el área afectada se calcula a partir de la intersección entre el perímetro de cada incendio y la superficie de las divisiones territoriales.
Los nombres de algunos incendios de la base de datos de EFFIS se han adaptado para que coincidan con los mencionados en la cobertura de incendios forestales de EL PAÍS.
Pan y humus para desayunar y para cenar. Desde hace días. “Y eso si hay suerte, porque ha habido noches en las que no había nada de nada”, afirma Islam Umm Amar, madre de familia gazatí que tiene tres hijos de menos de seis años, la última nacida a finales de 2023, cuando la guerra acababa de comenzar.
Vestido con una camisa blanca y un sombrero de paja de una marca de whisky, Jacobo Cabezas es coreado por sus amigos en la Feria de Málaga. Entonces sopla por una boquilla hasta que aparece un número en una pantalla: 0,41. “Danger”, avisa una luz roja. Es la prueba de alcoholemia que se hizo el joven esta semana en uno de los seis alcoholímetros instalados en el real y cuyo vídeo él mismo subió a Tik Tok. Dispuestos en distintos puntos de Cortijo de Torres, donde también se despliegan las 200 casetas del evento desde el pasado 16 de agosto, estos dispositivos buscan dar mayor seguridad a quienes han salido de fiesta, que así pueden decidir si subirse a su coche u optar por otra opción alternativa. Pero también se han convertido en una de las atracciones para muchos jóvenes que, durante estas fiestas, participan en retos para ver quién da la cifra más alta. Según la empresa, que los ha instalado, superan ya los 5.000 usuarios.
El camino nunca avanza solo. Le acompaña el océano, siempre ahí al lado, inseparable. Ni siquiera hace falta girar la cabeza: el sendero desfila entre brisa, olor a sal y el ruido de las olas quebradas. Un horizonte azul inmenso vigila cada paso, desde la izquierda. A la derecha, arbustos, casitas y tierra tiñen la ruta de verde, blanco y rojo. Hace falta desviarse un poco para encontrar otra presencia, menos evidente, aunque no menos colosal: sobre una piedra descansan improntas de dinosaurios, que también anduvieron por aquí hace millones de años. Y al final del recorrido, una hora y media después, aguardan dos citas más: con la concha perfecta de arena y mar que dibuja la bahía de San Martinho do Porto, en la costa central de Portugal; y con los restos de un puerto donde se construyeron barcos que Vasco da Gama puso rumbo a las Indias. O eso dice la leyenda. La verdad es que la vista quita el aliento.
Denis Shmihal sonríe pocas veces, pero el lunes se le escapó una pequeña muestra de alegría. El ex primer ministro y ahora titular de Defensa de Ucrania anunció durante una conferencia en Kiev que el primer misil de crucero fabricado en su país ya estaba siendo producido para entrar en acción. La empresa fabricante, Fire Point, difundió poco después a los medios una imagen de varias unidades recién producidas en una nave industrial y un video del lanzamiento del cohete, bautizado con el nombre de Flamingo. Fire Point aseguró que ya se había testado con éxito contra objetivos rusos.
La muerte en Francia este lunes de un streamer que era conocido por filmarse dejándose golpear y vejar para complacer a sus seguidores ha generado polémica por el tipo de contenidos que alojan plataformas como Kick, donde cualquiera puede ver cualquier cosa en vivo sin más filtro que el de las laxas directrices que se da el propio medio. Pero no solo. También ha mostrado un rincón de la web, al que pueden también acceder menores con facilidad, en el que la audiencia se engancha a ver cómo alguien se autolesiona, a veces hasta la muerte. Uno de los debates es si estos contenidos tienen algún tipo de control y si es suficiente. Otro es si se debería proteger a quienes protagonizan estos directos, aunque sea de sí mismos.
En un momento en que los títulos universitarios se disputan más en los informativos que en las instituciones (quién de verdad tiene uno, quién encargó su tesis como quien encarga sushi, qué másteres o universidades privadas son un mero chanchullo), parece que las novelas de campus también han recobrado protagonismo en nuestras mesas de novedades. En la última temporada despuntaron cuatro, muy especialmente: Se acabó el recreo, de Dario Ferrari (Libros del Asteroide), pero también Los últimos americanos, de Brandon Taylor (Chai Editora); Queridos miembros de la junta, de Julie Schumacher (originalmente publicada en 2014, pero traducida el pasado año por Piel de Zapa), y El problema mente-cuerpo, de Rebecca Goldstein (original de 1983, recuperada por Plot).
Lista de lecturasSe acabó el recreo
Dario Ferrari
Traducción de Carlos Gumpert
Libros del Asteroide, 2025
400 páginas. 24,95 euros
Los últimos americanos
Brandon Taylor
Traducción de Juan Nadalini
Chai, 2025
304 páginas. 20,90 euros
Queridos miembros de la junta
Julie Schumacher
Traducción de Alberto Moyano
Piel de Zapa, 2025
206 páginas. 21,84 euros
El problema mente-cuerpo
Rebecca Goldstein
Traducción de Héctor Abad Faciolince
Plot, 2025
372 páginas. 22 euros
El secreto
Donna Tartt
Traducción de Gemma Rovira
Lumen, 2014
776 páginas. 24,90 euros
Iván Giacomoni, vecino del barrio madrileño de Moncloa, cuando termina de hacer las maletas para irse de vacaciones a los alpes italianos, su tierra natal, coge su bonsái de manzano y lo lleva a la guardería para dejarlo a buen recaudo. Esta es su rutina de verano desde hace unos años, cuando se enteró de que la floristería Lufesa, ubicada en el distrito de Chamberí, ofrecía este servicio desde 2020. “Las plantas son seres vivos, no puedo dejar que se mueran, tengo una responsabilidad”, insiste este hombre de 44 años. El resto de sus vegetales quedan al cuidado de los vecinos, pero este ejemplar en concreto requiere una atención más específica. “Prefiero llevarlo a un profesional antes que pedir favores. Le tengo mucho aprecio, fue un regalo de mi mujer por mi cumpleaños y ya tiene 13 años”, comenta.
Hace apenas una década, Colombia era vista como un ejemplo de reconciliación. El Acuerdo de Paz del Estado con las FARC en 2016 no solo cerraba un ciclo de violencia de más de medio siglo, sino que convertía al país en un modelo internacional de resolución de conflictos. La imagen de un Estado capaz de negociar con su mayor enemigo y de integrar a miles de combatientes a la vida civil fue celebrada en casi todo el mundo y presentada como la prueba de que la política podía imponerse sobre la guerra. Hoy, todo aquello parece derrumbarse.
En verano las carreteras se llenan de ciclistas y dedicamos más tiempo a desplazamientos interurbanos. Una bici, para un coche, es una molestia y un problema de seguridad. La DGT se está planteando limitar sus horas en la carretera. Sin embargo, precisamente en este tiempo estival, ¿podríamos verlas de otra manera y apoyar su empeño?
Hay un lugar en Inglaterra donde sigue siendo 1974. Se trata de Oslo Court, que es a la vez restaurante y experiencia inmersiva: uno cree estar en este mundo y, tras cruzar la puerta, resulta que ha entrado —todo rosas, azules y mullidos— en un capítulo de Vacaciones en el mar. La misma carta parece responder a la intuición de que el mejor plato es el que puede flambearse, y uno imagina que, cuando el cóctel de gambas entró en el menú, hubo debate: ¿no estaremos pecando de modernos? Ojo: que nadie se imagine que es un lugar de lores y vizcondes. Es más el tipo de sitio donde la abuela invita a comer, alguien celebra su 56 cumpleaños con amigos o unos novios jóvenes se permiten soñar que llevan juntos toda la vida. Oslo Court también se ha convertido en una capilla a la que las gentes de Londres acuden para hacer sus ejercicios espirituales de nostalgia culinaria y, conforme corre la salsa Worcester, ir evocando un país donde se bebía té y no specialty coffee, Harrod’s no era para millonarios del Golfo y el sistema métrico decimal recibía el tratamiento de una especie invasora. En buena parte, sí, es una nostalgia de lo no vivido, pero en la nostalgia siempre ha importado más el zarpazo del anhelo que la verdad de lo anhelado. No es esta la única paradoja que la nostalgia regatea, ni la única contradicción que cabalga. Tómese Oslo Court. Es un alcázar de la britanidad, y a la vez su nombre viene de unos soldados noruegos, su camarero más célebre —votado el mejor de Reino Unido— es de Egipto, su cocina blasona raíz francesa y el propio restaurante lo lleva, desde hace décadas, una familia gallega con la perfección que solemos atribuir a los suizos. A quienes vienen aquí en busca de una pureza perdida tal vez se les escape la ironía de que la britanidad reside precisamente en esa mezcla. (Y, para ser justos, en la contención de las expansiones mediterráneas del recetario. Una célebre comedia se titulaba “Sexo no, por favor, somos británicos”. Lo que valía para el sexo sigue valiendo para el ajo).
Mi sobrina de 11 años me contaba entusiasmada, hace unos días, su última compra por internet: un rodillo de jade y una máquina de masaje facial para limpiar el cutis. Atónita, le pregunté dónde había visto esos objetos y si sabía para qué servían. Su respuesta fue inmediata: en las redes sociales. Unas redes plagadas de influencers a los que este verano apenas he visto pronunciarse sobre el genocidio en Gaza, pero que dictan con todo detalle a niñas y adolescentes qué deben comprar, cómo vestirse o cómo cuidar su piel. Es innegable que mostrar la parte bonita y superficial de la vida vende, pero la cuestión es qué estamos dejando fuera de foco. Porque mientras se multiplica la publicidad disfrazada de consejo, se oculta el sufrimiento humano que debería escandalizarnos. Y yo me pregunto: ¿qué moral transmitimos a una generación que aprende antes a consumir que a mirar el mundo con espíritu crítico y compasión?
Tener a Jesús al alcance de la mano. Literalmente. En el móvil o el ordenador. Todos los días y a cualquier hora. Eso era en lo que pensaba Paul Powers (Dublín, 43 años) antes de que le llegase la idea a la cabeza: “¿Y si creo una versión de Jesús con inteligencia artificial?”, cuenta. Quería hacerle preguntas sobre Dios a un sacerdote en cualquier momento. Y no solo sobre religión, también conversar, consultar y compartir los sentimientos. Sentirse acompañado. La respuesta a su pregunta fue: GPTJesus.
Lygia Clark es al arte moderno brasileño un poco lo que Clarice Lispector a su literatura: una artista de primerísimo orden, que intuyó y delineó muchas de las ideas que ocupan a los artistas de todo el mundo en el siglo XXI, y a estas alturas una leyenda y casi una figura totémica en su país. Para esto, aparte de la calidad de su trabajo, ayuda también su imagen imborrable, llena de misterio y glamur. En el catálogo de esta exposición, la artista italobrasileña Anna Maria Maiolino cuenta cómo en los años sesenta le impresionó muchísimo conocerla. Sensible como buena italiana a la apariencia personal, le resultó fascinante el contraste entre sus ideas artísticas y políticas de absoluta vanguardia y su belleza sofisticada y calculadamente escenificada, con joyas diseñadas por ella misma, labios y cejas impecablemente delineados y vestidos de corte elegantísimo y reminiscencias del new look de Dior. Los retratos de Clark trabajando, como los de Lispector en su escritorio, no se olvidan jamás una vez vistos, y son ya parte de la leyenda.
El corazón de Barcelona aún era la Rambla (espóiler: ya no lo es) y la propiedad del palacio Moja, construido donde estuvieron las viejas murallas, seguía siendo de la todopoderosa familia Güell. Lo era desde mediados del siglo XIX, cuando lo compró el fascinante y controvertido Antonio López. Hacía pocos años que este cántabro había llegado procedente de Cuba, enriquecido gracias al comercio colonial y el negocio de los esclavos (el legal y el ilegal). Con su retorno a la Península y el capital acumulado, iba a convertirse en una de las grandes figuras de una burguesía que modernizó la capital catalana, hizo fortuna gracias a sus apuestas en el sector de las finanzas y el naviero y, por supuesto, orbitó en torno a la monarquía. Se ha cumplido siglo y medio de ese día de 1875. La fragata Navas de Tolosa llevó a Alfonso XII de regreso a España para que la Restauración se pusiese de largo. El monarca bajó del barco, avanzó por la Rambla a caballo y con una barretina en la mano. Las puertas del palacio de Antonio López se abrieron de par en par. Pero en tiempos de la Segunda República, cuando los negocios ya no eran lo que habían sido desde la I Guerra Mundial y empezaba una cierta decadencia de esa estirpe millonaria, los herederos vendieron parte del jardín del palacio para que en ese espacio privilegiado se instalaran los grandes almacenes SEPU, desaparecidos como el espíritu de esa avenida. A finales del franquismo alguien lanzó una cerilla encendida desde esos almacenes al palacio, semiabandonado, y provocó un incendio. Paredes, cortinajes, cristaleras y pinturas murales se tiñeron de negro. En 1982, la Generalitat restaurada lo compró por 100 millones de pesetas. Dos años después, tras la rehabilitación, allí se instaló la Dirección General de Patrimonio.
Tras su paso por la última Bienal de Venecia, el artista colombiano Daniel Otero Torres (Bogotá, 1985) participa en Terraphilia, exposición del Museo Thyssen-Bornemisza y TBA21 en Madrid, que recorre cinco siglos de creación artística poniendo a la naturaleza, y no al ser humano, en el centro del relato.
Cuando cualquier espectador aficionado, al menos quien esto escribe, podía echar de menos el fanatismo y la creación de sectas y la aparición de visionarios que siguen a cualquier hecatombe (tratados, quizás, como nunca en la inolvidable The Leftovers) la tercera temporada de Invasión en Apple TV+ desarrolla, sobre todo a partir de su segunda mitad, una potente trama al respecto, metida con acierto y equilibrio dentro de un ritmo que no se ha olvidado de la acción y más centrado que al principio en dos hilos argumentales a los que añaden una perspectiva atrevida.
¿Qué nos ocultan los políticos? ¿Cómo toman sus decisiones? ¿Qué sucede en la habitación donde se mueven los hilos? Quizá la inestabilidad política y la polarización de la sociedad, junto a las preguntas anteriores, sean motivos que expliquen la cantidad de thrillers políticos en la televisión. No faltan los ejemplos recientes, desde La diplomática (muchas ganas de ver en octubre cómo continúa) hasta Día Cero, desde Sucesor designado hasta Borgen, o incluso yendo un poco más atrás, House of Cards. Los “líderes del mundo libre” tienen una facilidad pasmosa para verse en las situaciones más rocambolescas.