ARTICULO PRIMERO.- Conformar, el Comité de Dirección de...
"Año de la lucha contra la corrupción y la impunidad”
Se otean luces al final del túnel de la vivienda. Sobre todo, de la vivienda protegida en régimen de alquiler, que es el cogollo del drama social, sobre todo juvenil
John Le Carré publicó su novela La chica del tambor (The Little Drummer Girl) en 1983. El libro se distribuyó en el mes de marzo. Apenas medio año antes, el 15 de septiembre de 1982 y durante tres días de horror, se produjo la matanza de Sabra y Chatila, en Beirut. Las víctimas —las cifras oscilan entre los cerca de mil y los más de 3.000 asesinados en apenas tres días— eran mayormente mujeres, niños y ancianos, palestinos sobre todo, y también refugiados chiíes. Los cadáveres mostraban signos de tortura y ensañamiento, de mutilaciones y violaciones. El ataque respondió a una explosión de odio dentro de la lógica feroz de la guerra civil libanesa. Los perpetradores fueron las milicias de las Fuerzas Libanesas, cristianos maronitas ultraderechistas liderados por Bechir Gemayel, recién elegido presidente del Líbano y asesinado el 14 de septiembre. La matanza fue, pues, un acto de venganza. Pero el horror necesitó de la asistencia del ejército israelí, que bloqueó todas las vías de escape y asistió impasible a la carnicería. Había invadido el Líbano en junio de aquel año con el beneplácito de las milicias de Gemayel, que ansiaban acabar con la OLP de Arafat, establecida allí después de su expulsión de Jordania en septiembre de 1970. De aquel septiembre jordano salió la organización Septiembre Negro, famosa por el sangriento secuestro de atletas israelíes en los juegos de Múnich de 1972. En cierto modo la historia se repetía en el Líbano. Fueron expulsados de Jordania después del intento fallido por parte de los fedayines de derrocar al rey Hussein, y ahora, en agosto de 1982, Arafat y su guardia se retiraba a Túnez ante la presión de las milicias maronitas y los tanques israelíes. Los fedayines atentaban y emboscaban, se retiraban cuando las cosas se ponían feas, y los civiles palestinos que quedaban atrás eran masacrados. Sucedió en Jordania en 1970. Sucedió en Líbano en 1982. Dejo la rima en el aire.
Ahora que el hambre de la posguerra está desapareciendo de la memoria viva, los historiadores proyectan sobre ella sus investigaciones. Extinguidas las voces, quedan los archivos, en los que el espanto se diseca en la prosa de los informes administrativos, en los legajos sepultados donde sin embargo es posible auscultar su rastro infame. Los niños que conocieron el tormento del hambre no lo olvidaron nunca, pero en muchos casos prefirieron callar, por ese esfuerzo de amnesia que puede ser un método de supervivencia, y quizás por no transmitir un maleficio a sus hijos. Vivieron el hambre de niños, y en su última vejez a muchos de ellos les fue reservada la otra desgracia colectiva del coronavirus, que terminó de borrarles la memoria ya muy debilitada y les deparó una muerte a solas en las camas de las residencias de ancianos. Algunos quedan, vigorosos y lúcidos, todavía no despojados de una fortaleza que les había permitido sobreponerse a los peores infortunios de la historia española. Pero en muy poco tiempo todos habrán desaparecido, y de sus huellas solo se ocuparán los historiadores, sobre todo los dedicados a esa materia tan frágil que es la vida cotidiana, porque sus documentos son los más precarios, parecidos a las muestras de una cultura antigua que desaparecen por su muy escasa perdurabilidad: los tejidos, los objetos no hechos de piedra o de cerámica o metal; y más todavía lo del todo intangible, la atmósfera peculiar de un tiempo, los sonidos y olores específicos, lo que fue omnipresente y muy poco después dejó de existir. Por eso, la sensación plena de un tiempo pasado solo puede apresarse gracias a un golpe de azar, o a un objeto o un documento que fue a la vez cotidiano y banal: un anuncio de la radio o de la televisión, una entrada de cine, un chiste rancio, una canción del verano de 1970.
La semana no ha sido fácil para los 19 habitantes de San Pedro de Berredo, una aldea del municipio de A Bola (Ourense) que lleva esperando un cuarto de siglo ver cumplida la promesa del alcantarillado. Al fin, estos días llegó una cuadrilla con los tubos y las máquinas. Pero poco después desembarcaron las teles y la prensa, y los vecinos de San Pedro desearon seguir como siempre, con su vida “tranquila”: solo ellos y ese ejército de gatos menudos que van buscando el calor de las cocinas de leña, en esta aldea de castigadas casas de piedra, hórreos, castaños y emparrados de kiwi donde muere la carretera asfaltada.
La historia la cuenta el propio László Krasznahorkai como si se tratara del plano secuencia de una película de cine de autor. Béla Tarr llamó a la puerta de su casa con la propuesta de adaptar Tango satánico. El escritor tenía una resaca homérica, se acababa de despertar, era media mañana, un día oscuro en Budapest, finales de los años 80 en la Hungría comunista. Aún no se conocían. Contestó que no. Le dijo incluso que no volvería a escribir jamás y cerró la puerta. Béla Tarr caminó con su cadencia hipnótica alrededor del edificio, se fijó en una ventana con la luz encendida y golpeó con los nudillos el cristal. Krasznahorkai se estaba lavando la cara en el baño. Abrió y contempló la cara de Béla Tarr bajo la lluvia. “Ve mis películas y entenderás por qué quiero adaptar tu literatura”, le dijo el cineasta.
“¡Váyanse a abortar a otro sitio!”. La frase que pronunció este jueves Isabel Diaz Ayuso, la presidenta de la Comunidad de Madrid, es escuchada de distintas maneras por cientos de miles de mujeres de toda España cuando acuden a ejercer su derecho a la interrupción voluntaria del embarazo (IVE) en centros públicos. La objeción de conciencia de los profesionales sanitarios, la voluntad inexistente de gobiernos autonómicos de todo color, y la ausencia de inversiones nutren en todos los territorios el negocio de las clínicas privadas concertadas. Estos centros han recibido al menos 150 millones de euros de los presupuestos de las comunidades entre 2019 y 2024 para realizar los abortos que no asume la sanidad pública, según datos obtenidos por EL PAÍS en aplicación de la ley de transparencia. Muchos de estos establecimientos sanitarios nacieron a mitad de la década de los 80 bajo el impulso de médicas y médicos que querían precisamente garantizar el acceso a la interrupción voluntaria del embarazo tras su despenalización. Ahora están en el centro de la lucha partidista. Y sus representantes defienden que sin ellos no se podría garantizar el derecho al aborto.
La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso (PP), se negó el jueves a cumplir la ley creando un registro de sanitarios objetores al aborto (“no voy a hacer una lista negra de médicos nunca”, dijo en la Asamblea), y dejó una de esas frases que persiguen a un político durante toda su vida: “No se va a señalar a nadie por abortar, pero tampoco por dejar de hacerlo. Y no se va a señalar a ningún médico por practicar un aborto, o por no querer practicarlo. ¿Le parece poco? ¡Pues váyanse a otro lugar a abortar! (...)”, le espetó a la oposición de izquierdas. Sin embargo, nadie puede dar por seguro que esa sea la opinión definitiva de la baronesa en este asunto. Su discurso sobre el aborto ha sido un ir y venir constante desde que se asomó a la vida pública.
Las críticas de Donald Trump contra Pedro Sánchez por ser la excepción de la OTAN y negarse a destinar el 5% del PIB de España a gasto militar ha coincidido con la reunión en Madrid del Presídium de la Internacional Socialista, la cúpula de la organización fundada en 1951 que agrupa a 132 partidos socialistas, socialdemócratas y liberales de todo el mundo que el presidente del Gobierno y secretario general del PSOE preside desde 2022. El encuentro se suele celebrar cada año en Nueva York durante la semana de la Asamblea General de las Naciones Unidas, pero las restricciones de Estados Unidos a la concesión de visados, como sucedió con la delegación palestina, ha provocado que se celebrase en la sede socialista de la calle Ferraz.
El Ayuntamiento de Madrid ha comenzado a cobrar una nueva Tasa de Gestión de Residuos, de unos 141 euros al año por hogar. La tasa varía para cada propietario en función del valor catastral de su vivienda y de dos indicadores del barrio: el volumen de basura generada y una medida de la “calidad de separación” en el reciclaje.
“Este momento lo compensa todo”. Esta no es la típica frase con la que empezaba el discurso de aceptación de un premio, pero es que la historia de quien la pronunció tampoco es del todo normal. Lara Raj (Los Ángeles, 19 años) fue escogida entre 120.000 candidatas para convertirse en una de las seis integrantes de Katseye, un experimento inédito en la industria musical. El grupo fue concebido para exportar las metodologías del pop coreano, o K-pop, al resto del mundo. Y parece estar lográndolo porque hace unas semanas conseguía su primer galardón: el VMA a la mejor performance emergente. Para comprender el fenómeno basta con atender al resto del discurso: “Gracias a las discográficas Geffen y Hybe. Y a nuestro líder visionario, el presidente Bang”. Acababa después con agradecimientos en otras dos lenguas: filipino y tamil.
Bastante antes de que la expresión “lujo silencioso” existiera, ya había quien pensaba que la verdadera exclusividad tenía más que ver con materiales y procesos que con logos y tendencias. De hecho, fue la idea de Renzo Zengiaro a mediados de los años sesenta. Experto marroquinero, se alió con un amigo suyo, Michele Taddei, representante comercial de curtidurías italianas, para crear una especie de laboratorio del cuero en el que utilizar la mejor materia prima e innovar a través de técnicas artesanales centenarias. Llamaron a aquel taller Bottega Veneta, porque estaba situado en el Veneto (concretamente en el municipio de Montebello Vicentino, donde continúa) y porque la palabra Bottega remitía a las antiguas tiendas-taller locales en las que los distintos gremios artesanos comercializaban sus productos.
La dimisión de la consejera andaluza de Salud, Rocío Hernández, anunciada el miércoles por el presidente de la Junta, el popular Juan Manuel Moreno, era un paso obligado ante el escándalo de los cribados del cáncer de mama. Hernández no podía seguir en su puesto tras conocerse, por una sucesión de testimonios de afectadas, que nadie comunicó a unas 2.000 mujeres que se han hecho mamografías en los tres últimos años de que serían precisas más pruebas para descartar un tumor. A la obvia responsabilidad política, se sumaba la falta de empatía con las damnificadas y con la asociación que canaliza sus denuncias, a las que acusó de alarmismo y de tener intereses partidistas.
Si le es familiar el título de esta tribuna, usted cumple al menos dos condiciones: ha rezado el Padrenuestro más de una vez y tiene una edad superior a los 40 años, cuando aún el texto de la oración incluía el enunciado “El pan nuestro de cada día dánosle hoy”. Quizá no cumpla una tercera condición: ver normal esta frase, que para la mayor parte de la comunidad hispanohablante es una versión leísta de lo que en su habla común sería “El pan nuestro dánoslo hoy”, con lo.
Era sábado o domingo. Estaba amasando pan con una receta que hice muchas veces durante la pandemia y que había considerado perdida. Es un pan trabajoso. Lleva semolín, harina, por supuesto levadura, cantidades ingentes de agua, y requiere mucho amasado, mucho reposo, y un rato largo de horno. Ahí estaba yo, literalmente con las manos en la masa, la cabeza bullendo de ideas, escuchando a Iggy Pop y siguiendo el método que indica esa vieja receta italiana: amasar al “passo del cavallo”, hundiendo las manos sin dejar de tocar nunca la masa. Sale una mano, entra la otra, sale una mano, entra la otra. Así, durante media hora en un masacote casi líquido y sumamente pegajoso. Me dolían los hombros y el cuello, pero avanzaba bien. A los quince minutos sonó el teléfono. Era un vecino del edificio. Pensé que había pasado algo, me quité el masacote a los tirones, me enjuagué un poco las manos y atendí. No era nada serio, un trámite que había que hacer. Colgué y volví a amasar los veinte minutos restantes. Después dejé reposar, volví a amasar un rato. Es un procedimiento largo y hermoso. Todo el proceso toma unas seis horas. Es como ver crecer un árbol en tiempo real. Cuando estuvo listo, le di forma al pan, lo espolvoreé con harina y lo metí en el horno a 250 grados. Después lo bajé un poco para terminar de hornear. Quedó bien. Una gran horma con la corteza crujiente, blanquísimo. A la mañana siguiente corté unas rebanadas. En un momento el cuchillo chocó contra algo muy duro. La resistencia no era normal. No podía ser harina endurecida porque el pan estaba esponjoso. Entonces miré y ahí estaba, incrustado, el anillo de plata que el hombre con quien vivo me regaló hace unos años en Barcelona. Intacto. Había sobrevivido al amasado salvaje, al horno brutal y al filo del cuchillo. Hundirse, perderse, quemarse, resistir. No es una fórmula bonita pero aplica a muchas cosas. A más de las que quisiéramos.
En cuestión de semanas, la Argentina pasó de ser vitrina de un programa económico que parecía finalmente encaminar al país hacia la estabilidad, a protagonista de otra sacudida de los mercados financieros. El dólar trepó al techo de la banda de flotación, el riesgo país saltó a niveles de pánico y la Bolsa se desplomó. Todo después de que el oficialismo de Javier Milei se viera envuelto en un escándalo de corrupción que golpeó en el corazón de su narrativa anticasta y debilitó su capital político, y de que sufriera una dura derrota el pasado 7 de septiembre en la provincia de Buenos Aires, en las elecciones para renovar la mitad del legislativo provincial y los concejales.
Todos los demonios se desataron en el PP el día en que su anterior líder, Pablo Casado, disparó contra Isabel Díaz Ayuso por las comisiones que cobró su hermano en la pandemia. La refriega fue rápida y el que desenvainó primero (Casado) cayó fulminado a manos de quien aceptó el duelo (Ayuso). De aquella batalla casi imprevista, fugaz, un visto y no visto en un hábitat político que suele ser estable, llegó Feijóo, que sabe que en Madrid las navajas son veloces.
“Pagué un precio muy alto por participar en manifestaciones en defensa de los derechos de las mujeres cuando los talibanes tomaron Kabul, el 15 de agosto de 2021. Meses después, unos 10 talibanes rodearon mi coche. Viajaba con mi madre, mi hermana, mi cuñado y mis sobrinos de seis y 10 años. Golpearon a mi cuñado, se llevaron a mi sobrino de 10 años. A mí me arrastraron fuera del coche y me pegaron con sus AK-47 y con pistolas eléctricas. Me cubrieron los ojos, me pusieron una pistola en la cabeza y me dijeron que, si me movía, me matarían. Después, me encerraron”.
A las 7 de la mañana de este viernes, en la sala 6 del tanatorio sur de Madrid, una decena de cuerpos deshechos dormitaba en los sofás de escay negro junto a un féretro cerrado. El día anterior no se había muerto mucha gente, comentaba una limpiadora con un encargado de seguridad, las dos únicas almas que habitaban los pasillos. Faltaba una hora para que se hiciera de día, para que llegara el cura, para que soltara un sermón sobre lo inexplicable de la muerte a veces aquí en la tierra, para que volvieran los llantos, incluso retransmitidos a miles de kilómetros por videollamada, para que se despidieran de un compañero, un cuñado, un hermano, un marido, un padre. Para que cremaran a Jorge Gonzalo Velázquez Pacheco. Que tenía 55 años, era de Quito (Ecuador) y trabajaba, como hacen la mayoría de los que buscan sobrevivir en España, de obrero en un edificio de seis pisos que se derrumbó y segó otras tres vidas el martes a las 12.48 horas en pleno corazón turístico de Madrid.
Noelia Extremera (38 años, Madrid) lleva casi una década acompañando como psicóloga a mujeres en diferentes etapas de su maternidad. Fue su propia experiencia la que la llevó a especializarse en psicología perinatal —rama que abarca todos los aspectos psicoafectivos relacionados con la concepción, el embarazo, parto, postparto y crianza temprana—, al percibir la necesidad real de un acompañamiento experto y actualizado en este momento vital. Una etapa en la que afirma que al “desconocimiento por parte de muchos profesionales” se suma la ausencia de relatos, tanto científicos como personales, de las protagonistas: las madres. Para dar voz a las mujeres que atraviesan la maternidad, y poder hacer visible el enorme abanico de emociones que la atraviesan según la etapa o el proceso, Extremera acaba de publicar su primer libro Las emociones de mamá (Grijalbo, 2025), un libro en el que no hay consejos o un manual de instrucciones, pero sí un espacio de comprensión y validación.