ARTICULO PRIMERO.- Conformar, el Comité de Dirección de...
"Año de la lucha contra la corrupción y la impunidad”
1. Por aquí, la sociedad está dividida entre quienes ya no soportan oír hablar de Gaza y quienes son incapaces de dejar de pensar en nada que no sea Gaza. Me incluyo en estos últimos, porque la magnitud de cuanto se está viviendo en esa franja de tierra a orillas del Mediterráneo, y lo que ocurre ahora en la propia Ciudad de Gaza, cuyo grado de sufrimiento no podemos ver sobre el terreno, pero podemos intuir gracias a los satélites, ha alcanzado una dimensión simbólica que parece condensar algo que tiene que ver con el destino de la humanidad.
¿Podemos llamar “paz” a la administración burocrática de la derrota? Mientras Trump y Netanyahu anunciaban su propuesta de “paz” para Gaza, el lenguaje mismo revelaba su función. Más que lograr la paz entre pueblos en conflicto, el plan parece buscar remover el obstáculo político que bloquea un corredor comercial entre la India y Europa. El corredor IMEC, firmado en 2023, requiere normalización entre Israel y Arabia Saudí. La guerra de Gaza congeló esas negociaciones. El plan Trump ofrece la “paz” necesaria para reactivarlas. Palestina no desaparecerá solo por fanatismo religioso sino también porque su conflicto bloquea proyectos comerciales como el corredor IMEC. La lógica es despiadada: aceptar una administración colonial o ser eliminados. Mientras, las flotillas zarpan hacia Gaza y miles de personas se manifiestan en las capitales europeas. Todos entendemos lo que las élites políticas no pueden permitirse admitir: que la “paz” ya no requiere justicia ni legitimidad democrática, solo la administración eficiente de los vencidos por operadores que trabajan en los márgenes de las instituciones formales, sin rendir cuentas a nadie. El plan Trump revela cómo funciona este nuevo orden.
Nadie puede decentemente oponerse a que callen de una vez las armas y renazca la vida entre las ruinas. Aunque sea una paz dictada e impuesta por designio e interés del emperador. Si esto ha sido una guerra, no hay duda de quién ha obtenido la victoria militar. Ciertamente, es dudoso que haya sido exactamente una guerra y no una descomunal e insoportable matanza civil, tal como reflejan las desiguales y desproporcionadas cifras de muertos y la envergadura de la destrucción. Pero más dudoso todavía es que a la victoria militar le siga una victoria política, que solo se alcanza cuando la paz no es la mera ausencia de guerra sino el nuevo equilibrio que amortigua e incluso supera las causas de la guerra y abre el camino a la reconstrucción, la reconciliación y la justicia.
Hussein Agha y Robert Malley. 'Tomorrow Is Yesterday: Life, Death, and the Pursuit of Peace in Israel/Palestine’ (MacMillan Publishers).Thomas. L. Friedmann. ‘Can the Trump Peace Plan Overcome Unprecedented Cruelty?’ ('The New York Times', 29 de septiembre).David Ignatius. ’Trump’s ‘New Gaza’ is opening a door to something different’ ('The Washington Post', 29 de septiembre).El aeropuerto de Múnich estuvo dos días cerrado por el avistamiento de drones; unos días antes les tocó a otros como los de Copenhague o Bruselas; en Polonia se interceptaron algunos de la veintena que penetraron en el país; dos aviones de combate rusos invadieron el espacio aéreo de Estonia y en el Reino Unido se quejan de constantes interferencias a los satélites militares británicos; por otro lado, los actos de sabotaje en el ciberespacio, y no solo aquí, están a la orden del día. Lo llaman guerra híbrida, que es una especie de guerra sin frente y sin autoría declarada, aunque a nadie se le escapa que Rusia está detrás de todas estas acciones. Mette Frederiksen, la primera ministra de Dinamarca, ha dicho ya que es la situación más grave desde la Segunda Guerra Mundial. ¿A qué está jugando Putin? La respuesta más generalizada es que lo que busca es poner a prueba la eficacia de las defensas de la OTAN frente a este tipo de ataques y que se generalice la sensación de miedo por parte de la población de los países afectados, amedrentar; hacer ver a los países europeos, sobre todo a los de su parte oriental, que la guerra de Ucrania también les salpica a ellos. Con la secreta esperanza, quizás, de que se presione a las autoridades para buscar una rápida solución de dicho conflicto bélico.
El aumento de ventas de los coches eléctricos —en septiembre rozaron el 12% del total— e híbridos enchufables —otro 12%— anticipa un cambio en los talleres mecánicos, que necesitan profesionales capaces de enfrentarse a estos nuevos modelos. Algunos ya han comenzado a reciclarse, incluso a costa de tener que viajar cientos de kilómetros para lograrlo. “Hay que ponerse las pilas, cada vez nos llegan más electrificados”, explica Josep Tomás, mecánico en Talleres Vicasa de Valencia, que asiste a un curso de diagnosis de averías en cero emisiones en Valmojado (Toledo). El sector reconoce que estos profesionales son cada vez más demandados. El programa estatal de Formación Profesional (FP) ha puesto en marcha dos titulaciones oficiales para híbridos y eléctricos en las que el año pasado se matricularon más de 6.000 alumnos, con altísimas tasas de empleabilidad.
Miquel Raïch (Sant Joan Despí, Barcelona, 38 años) considera que las escuelas deberían enseñar primeros auxilios, que el transporte público debería ser más silencioso, que el catalán tiene que promocionarse en los entornos digitales y que Cataluña requiere de una ley de transparencia algorítmica. De todo ello, y mucho más, pretende que se debata en la Comisión de Peticiones del Parlament de Cataluña, donde una de cada cuatro propuestas ciudadanas registradas desde 2022 lleva su firma. En los últimos tres años ha presentado 31 propuestas, más que nadie, pero sigue sin respuestas porque el órgano que despacha las peticiones ciudadanas apenas ha celebrado con normalidad tres sesiones en dos años. “Si los diputados pueden vivir tranquilos sabiendo que hay peticiones acumuladas desde hace años, será que esta Comisión no les interesa”, lamenta Raïch, matemático de formación.
Un día, después de casi 30 años en pareja, la esposa de Jaume Colom le preguntó qué le pasaba. “Suena tópico, pero solía ser yo quien buscaba las relaciones sexuales, y es verdad que últimamente no lo hacía”, cuenta él. Tenía 53 años. Acudió a una clínica especializada, le hicieron pruebas, comprobaron que los niveles de testosterona estaban bajos, le prescribieron una terapia de reemplazo y, en cosa de una semana, todo cambió: “Mejoró la libido, tenía más energía, incluso las resacas son más leves y, con el tiempo, bajé la barriguilla de cincuentón”.
Los hermanos Cristóbal, Jesús y David Romero llevan toda su vida pastoreando los montes de Sierra Mágina, en Jaén, pero tienen claro que cuando les llegue su jubilación dirán adiós a su explotación ganadera de 1.500 cabras y ovejas que heredaron de sus antepasados. “Esto es un trabajo de subsistencia, pero ¿cómo vamos a seguir adelante si nos recortaron las ayudas europeas casi un 50% y cada vez nos ponen más trabas?”, comenta, abatido y desmotivado, Cristóbal, el mayor de los hermanos, de 63 años.
La ventana por la que Lee Harvey Oswald disparó al presidente Kennedy sigue hoy entreabierta en el sexto piso del edificio anaranjado de la plaza Dealey, en Dallas. Es una metáfora de cómo el recuerdo de aquel magnicidio continúa incrustado, como una bala, en el cerebro de quienes entonces eran unos niños. Ninguno de ellos estaba preparado para vivir el shock —televisado en bucle y narrado por la voz rota de Walter Cronkite— de aquel drama en tres actos: el asesinato de Kennedy ante una masa que lo aplaudía, la muerte del magnicida a manos de Jack Ruby en el sótano de una comisaría dos días después, y el luctuoso entierro del presidente en el cementerio nacional de Arlington.
“Tengo el corazón griego y la mente alemana. Soy una mezcla”, afirma Odysseas Vladochimos (Stuttgart, Alemania; 31 años), portero del Sevilla y un auténtico trotamundos del fútbol europeo. Hijo de padres griegos emigrados a Alemania, su carrera como deportista se forjó en el país germano. Fue internacional en todas las categorías con Alemania e incluso le ganó a España un Europeo sub-21 en 2017. Después de ese triunfo, ante rivales como Dani Ceballos, Saúl, Deulofeu, Bellerín, Oyarzabal y Marcos Asensio, el portero tomó la decisión de jugar con la selección absoluta de Grecia. “Lo hice por mi familia, por ese corazón griego que tengo. Quizás sea un poco más griego que alemán. Fue una decisión difícil”, relata Odysseas en inglés a EL PAÍS en la luminosa mañana del pasado jueves en la ciudad deportiva del Sevilla, antes de recibir este domingo (16.15, Movistar) al Barcelona.
Andrés Feliz tiene una mirada clara y profunda. Esos ojos vieron muchas cosas que un niño no debería ver, pero que era imposible evitar cuando la infancia transcurría en Guachupita, uno de los barrios más pobres y peligrosos de Santo Domingo, la capital de la República Dominicana. Allí nació hace 28 años el base del Real Madrid y allí aprendió a sobrevivir en medio de la delincuencia, las drogas y los tiroteos. La pelota de baloncesto le sirvió para esquivar no solo rivales en la pista sino también las amenazas en la calle. Feliz no olvida nada de aquello, sino que lo tiene muy presente en su carrera y en su vida. Los ojos bien abiertos le sirven para desempeñarse con atrevimiento y carácter en la dirección del juego del Real Madrid, que este domingo comienza la ACB ante el Gran Canaria (12.30, Dazn) en el Movistar Arena.
Todo preparado. Cada uno en su sitio. Entonces el director, Giuseppe Tornatore, se puso tras la cámara: “¡Acción!”. Un abogado salía de la Corte de Nápoles, dos mafiosos se acercaban con una moto y le acribillaban las piernas. Ficción, pero inspirada en un suceso real. Y en la guerra criminal que sacudía de verdad la ciudad en esos mismos años, los ochenta. Tanto que, al oír los disparos, varios transeúntes se pusieron a gritar; hubo vecinos que corrieron al balcón. Y, desde el último piso del tribunal, dos policías apuntaron sus metralletas hacia los sicarios en fuga. Solo un aviso gritado por megafonía, como recuerda un jovencísimo Tornatore en un viejo vídeo del Archivo Luce, evitó problemas aún mayores. Aunque para la serie que filmaban, El camorrista, las dificultades solo acababan de empezar: afrontó escándalos, pleitos, secuestros. Pudieron terminarla, pero no estrenarla: del plató fue directa a un cajón de los estudios Titanus. Ahí se pasó cuatro décadas oculta, inédita y, poco a poco, olvidada. Hasta ahora.
Ya nos habíamos acostumbrado a separar la obra del artista, como se hace con las yemas y las claras. Ahora toca algo mucho más difícil: separar al artista del sátrapa. Los dictadores se pegan a ellos con el mismo cemento con el que sellan las fosas de sus disidentes. Habría que taladrar tanto para rescatar un gramo de la admiración que inspiraron antes de convertirse en bufones de los tiranos que no merece la pena.
El 29 de diciembre de 1890, en Dakota, el séptimo de caballería hizo prisioneros a 300 indios sioux, tanto guerreros como mujeres, ancianos y niños. Los rodearon con ametralladoras y los instaron a entregar las armas y rendirse. Un tal Coyote Negro no arrojó su fusil (luego resultó que era sordo), hubo un forcejeo, se disparó un tiro y los soldados abrieron fuego contra la multitud inerme. Hay fotos en blanco y negro. Durante un tiempo hubo debate sobre cómo llamar a aquello: en principio fue la batalla de Wounded Knee, luego empezó a ser la masacre de Wounded Knee, aunque algunos no estaban de acuerdo. De hecho, a los soldados que participaron en la matanza se les dio la medalla de honor del ejército estadounidense. Más de un siglo después esto parecía un poco fuerte y la Casa Blanca comenzó a retirarlas. Pero las cosas han cambiado, como seguramente saben.
Mientras escribo esto, varios días antes de que lo leáis, he alcanzado el punto máximo de saturación ante la espeluznante manipulación trumpista del asesinato de Charles Kirk. Y no porque el atentado no me parezca terrible, sino por el uso y abuso de la víctima para avivar el fuego de un odio fanático que sólo puede agravar la situación. De hecho, que me repugnen las ideas del muerto no debe hacer que me repugne menos su asesinato, pero veo a mi alrededor, en alguna gente progresista, cierto incremento de la demonización de Kirk, como si él mismo fuera de algún modo culpable de su violento fin, un pensamiento que me parece inadmisible pero por otro lado asquerosamente comprensible, porque el sectarismo es muy contagioso y propicia rebotes en el bando contrario. También me extraña que, durante todas estas semanas de inacabable escándalo en torno a Kirk, no se haya recordado mucho más a la pobre congresista demócrata de Minnesota Melissa Hortman y a su marido, asesinados a tiros en el pasado mes de junio por un tipejo llamado Vance Boelter, de 57 años, republicano censado desde 2000, admirador de Trump, antiabortista y homófobo (también disparó e hirió muy gravemente en el mismo día al senador demócrata John Hoffman y a su esposa). ¿Y por qué no mencionamos esto casi nunca, aun siendo tan grave y tan reciente? Porque el arrasador discurso sectario trumpista lo ha borrado. Una pena, porque ser conscientes de ambos crímenes nos proporciona una idea más real de lo que está sucediendo en Estados Unidos. De cómo esa sociedad se está crispando y desgarrando, hundida en la vorágine extremista.
La izquierda se enfrenta tradicionalmente a cuatro enemigos formidables: los intereses de los ricos, las élites políticas, los principales medios de comunicación, y, sobre todo, la izquierda misma. Lo escribe el ensayista Owen Jones, el apreciado autor de un best seller de las ciencias sociales contemporáneas: Chavs, la demonización de la clase obrera (publicado en España en Capitán Swing), a cuenta de lo que está sucediendo ahora mismo en Gran Bretaña.
Financial Times publicó hace días una nueva investigación según la cual el sistema político establecido fue el que abrió la puerta a la derecha populista. No fue la inmigración la que hizo crecer a la extrema derecha. Solo despegó cuando los conservadores primero y los socialdemócratas después empezaron a asumir ese discurso, un discurso relacionado con la identidad y con lo que ella lleva siempre oculto, el nacionalismo.
Uno de cada siete habitantes de la Comunidad de Madrid ha nacido en Latinoamérica. La emigración en Madrid se cuela en cocinas, obras, bares… y en la élite de los centros culturales. Por primera vez, cuatro instituciones madrileñas de alto nivel están dirigidas por mexicanos y el último en llegar ha sido el escritor Jorge Volpi, actual Director del Centro Cultural Conde Duque que presentó a mediados de septiembre la programación para esta temporada. Antes de llegar aquí, Volpi (Ciudad de México, 1968) ha escrito algunas de las novelas más impactantes de los últimos años en el universo del español, como Una novela criminal, Premio Alfaguara 2018 o la más reciente La invención de todas las cosas. Paralelamente, ha sido Director del Instituto Cultural de México en París, del Festival Cervantino y coordinador cultural de la UNAM, el departamento cultural más grande y que más presupuesto maneja de México después del ministerio. Su aterrizaje forma parte del Madrid mestizo que gasta casi 500.000 euros en traer a Gloria Estefan y casi cuatro millones de euros en el festival de la Hispanidad al mismo tiempo que apuesta por los más importantes referentes culturales del otro lado del charco.