ARTICULO PRIMERO.- Conformar, el Comité de Dirección de...
"Año de la lucha contra la corrupción y la impunidad”
Pollo o pasta. La carta de las aerolíneas es sencilla y básica. La duración del viaje o la clase de vuelo influyen en el menú de los pasajeros, pero el destino final de los alimentos es el mismo: se toma o se tira. Los datos son contundentes. Productos de comida o bebida representan el 68% de los residuos de cabina, de los cuales un tercio queda sin tocar, según un informe del pasado junio de la Asociación Internacional de Transporte Aéreo (IATA), que agrupa a unas 350 compañías. La legislación europea que desde 2009 rige la gestión de los residuos es un freno para recuperar los restos del menú, ya que las aerolíneas están obligadas a eliminarlos al llegar a destino. La patronal mundial ha reclamado a la Comisión Europea una modificación del reglamento que permita aprovechar los residuos y convertirlos en compostaje.
Este artículo forma parte del especial El banquete del desperdicio realizado por la 39ª promoción de la Escuela de Periodismo UAM-EL PAÍS.
Manuel Rodríguez, un canario de 28 años, se sienta frente a la cámara de su móvil y comienza a grabar mientras se come una hamburguesa. Son dos torres de ocho pisos de carne, beicon, queso cheddar y salsa barbacoa coronadas con aros de cebolla. De guarnición, patatas gajo con salsa de queso y más beicon en trocitos. En total, tres kilos de comida. Rodríguez va a tratar de superar con una diferencia de más de un kilo el reto de comida de la hamburguesería Black Bull, que consiste en devorar un plato de 1,8 kilos en menos de 30 minutos.
En el barrio de Tetuán (Madrid) existe un banco de alimentos distinto a los otros 54 que hay en España. Econosolidario se parece más a un supermercado porque allí las personas pueden elegir los productos que se llevan a casa. En los estantes hay leche en polvo, alubias cocidas, queso crema, comida para bebé e incluso para celiacos. También hay galletas que no se consumieron en las cafeterías del Aeropuerto Adolfo Suárez-Madrid Barajas y paquetes de azúcar que sobraron en las de la estación de Atocha. La mayoría de los productos se compran con el dinero de la Fundación Alberto y Elena Cortina (Fayec) y el resto son donaciones gestionadas por empresas que se dedican a combatir el desperdicio alimentario.
Pablo Ruiz vive en la calle desde hace cuatro años. No quiere comer de lo que otros dejan, pero prefiere hacerlo antes que rebuscar en la basura. Espera agazapado a las puertas de un restaurante en la localidad madrileña de Alcorcón escrutando a los comensales. Aguarda a que algún cliente se levante de la mesa para echar mano a los alimentos que apenas han sido tocados. La suerte le sonríe esa noche. Ha cogido una caja de patatas fritas prácticamente sin tocar.
También en el mundo del reciclaje hay dos Españas. La que, desde hace 30 años, vislumbró que la basura se convertiría en un problema ambiental, y diseñó un sistema de concienciación y de separación de residuos, y la España que a duras penas empieza ahora a implantar el llamado “cubo marrón”, destinado en exclusiva a los residuos orgánicos. En el primer grupo se encuentran Cataluña, País Vasco y Navarra, con el 40% de recogida selectiva; en el resto —aunque con excepciones de buen comportamiento— todas las demás, que fluctúan entre el 10% y el 30%. La mala noticia es que ninguna de las dos alcanza en la actualidad el objetivo fijado por la Unión Europea para 2025, que es del 55%, y no parece viable que lleguen al 60% marcado para 2030. ¿Hay alguna solución, una especie de varita mágica capaz de revolucionar el mundo del reciclaje? Los expertos aventuran solo una: “Hay que ponerle matrícula a la basura”.
La fábrica Cervezas DouGall’s, ubicada en Liérganes (2.400 habitantes, Cantabria), lleva a gala que trabaja sin apenas generar residuos, a la vez que apoya a los ganaderos e impulsa la economía circular en el pueblo. Andrew DouGall, su fundador, cuenta que cada semana le entrega hasta cuatro toneladas de bagazo ―las cáscaras ricas en fibra y proteína que sobran de mezclar con agua la cebada― a los vecinos para que alimenten a las vacas y los caballos. La levadura la donan a la fábrica de quesos La Pasiega de Peña Pelada, donde la utilizan para bañar en ella la torta pasiega, una variedad tipo crema. Finalmente, los residuos del lúpulo, que le da amargura y sabor a la cerveza, los convierten en compost para la huerta propia de la cervecera.
Los registros escritos más antiguos del espigueo, que en algunas comarcas se conoce también como rebusco y que consiste en aprovechar lo que queda tras la recolección en los sembrados, están en el Levítico: “Cuando llegue el tiempo de la cosecha, no sieguen hasta el último rincón de sus campos ni recojan todas las espigas que allí queden. No rebusquen hasta el último racimo de sus viñas, ni recojan las uvas que se hayan caído. Déjenlas para los pobres y los extranjeros”.
Entrar en un supermercado a las nueve de la mañana es como asomarse al mecanismo de un reloj. Todo parece funcionar a la perfección. La distribución de alimentos por toda España requiere un gran esfuerzo de logística. Un sistema de tuberías que llega hasta el último rincón con los productos listos para consumir y que, a última hora de la noche, retira los que están caducados o en mal estado. La aspiración y el compromiso de las grandes compañías que controlan el sector —Alcampo, Aldi, Carrefour, Dia, Lidl, Mercadona— es que esos excedentes sean donados a bancos de alimentos, transformados en otros productos o, en última instancia, separados convenientemente para ser reciclados. Un minucioso trabajo de campo alrededor de estos centros revela, sin embargo, que al menos en los últimos tramos de ese gran sistema de tuberías se producen fisuras.
Dentro de una instalación industrial en Noáin (Navarra), lejos del ruido de la ciudad y rodeada de naves, un biorreactor respira a ritmo apresurado y constante, como si fuese un enorme pulmón metálico. En esa cápsula del tamaño de una licuadora, millones de microorganismos se alimentan de lo que otros tiran: pieles de patata, melaza, cáscaras de semillas, pedazos de chorizo. El proceso tiene lugar en el laboratorio de MOA Foodtech, en el Centro Europeo de Empresas e Innovación de Navarra (CEIN). Entre sistemas de fermentación, tubos de ensayo y un gran secador de líquido, los científicos programan con inteligencia artificial a los microorganismos que transforman residuos en un nuevo ingrediente. El resultado después de una semana es un polvo fino de color crema. Puede reemplazar al huevo en una receta de pasta, aportar textura a una salsa boloñesa o mezclarse con carne en hamburguesas. No huele mal. Huele a harina tostada y a ciencia.
Isaac Rodríguez y Ana María Martín tiran a la basura plátanos y zanahorias en mal estado delante de sus dos hijas mientras preparan la cena como cualquier otra noche. Admiten que les gustaría que esto no fuese un hábito, pero el ajetreo de su día a día les impide llevar una mayor planificación para no desechar comida. Esta familia no es un caso aislado. En los últimos seis años, España ha reducido los desperdicio de comida un 19,5%, pero todavía hay trabajo por hacer. Las cifras reflejan que el mayor derroche se genera en las casas, pero la Ley de Prevención de las Pérdidas y el Desperdicio Alimentario, que ha entrado en vigor el pasado abril, centra sus medidas en restaurantes y supermercados.
“Hay que ponerse”. Cristina Romero escogió a propósito una camiseta con este lema para llevarla el 19 de octubre de 2016, cuando voló a Madrid desde Olot (Girona), donde vive y trabaja esta comercial de ventas de 47 años, para plantarse a las puertas del Congreso. Una vez allí, ella y la chef Ada Parellada, dueña del restaurante Semproniana de Barcelona, empezaron a repartir croquetas entre los diputados y todo aquel que pasaba por delante del edificio. Las habían preparado con sobras de pollo procedentes de un comedor escolar con la idea de concienciar a los políticos contra el desperdicio. “Volaban, todos querían probarlas”, recuerda la cocinera con una sonrisa.
La uva se seca en el suelo. La cortaron cuando todavía estaba verde, unos dos meses antes de madurar. Los casi 6.000 kilos que produce una de las hectáreas de David Escudero en Grávalos, un pequeño municipio de La Rioja Baja con 185 habitantes y rodeado de extensos viñedos, no llegarán a ninguna bodega para convertirse en vino. El agricultor de 39 años, que conduce todos los días 70 kilómetros desde su casa en Logroño hasta sus cultivos de vid, lamenta que parte de su trabajo haya sido en vano: “Duele bastante. Producir para destruir es algo antinatural”. Lo mismo ha ocurrido con al menos 20 millones de kilos de uva de la variedad tempranillo en la comunidad que fueron cortados prematuramente en la cosecha en verde de este año. Se trata de una práctica con la que la Administración Pública paga a los viticultores por destruir una parte de su producto. El objetivo es eliminar el excedente de uva para equilibrar la oferta y la demanda.
Los tomates que se lanzarán este año en la Tomatina de Buñol llegarán de Badajoz. O de Sevilla. O de Huelva. Dependerá de dónde estén más maduros, factor innegociable para la fiesta. No son tomates especiales. Son tomates pera, que podían estar en una ensalada, pero que han cometido el único pecado de no haber sido recogidos a tiempo. Ahora su destino es atravesar la península de oeste a este para acabar lanzados como proyectiles en la batalla campal que se celebra cada último fin de semana de agosto desde 1945 en esta localidad valenciana y que se retransmite en televisiones de todo el mundo.
El color amarillo de la salsa resplandece sobre un plato blanco. Su textura cremosa baña un hinojo cortado por la mitad sobre el que se sitúan pequeños fragmentos verdes de cebollín y trozos marrón claro de cruasán (14 euros). Un pequeño bocado es suficiente para reconocer el sabor a mantequilla y sentir la presencia de algo ligeramente dulce que recuerda al mar. Resulta extraño al paladar porque los ojos no lo ven, pero es una salsa holandesa de langostino. El origen de este líquido también pasa inadvertido porque nada deja intuir que esta emulsión esté hecha con las cáscaras de estos crustáceos. Esa corteza, cuyo destino suele ser la basura tras la extracción de la carne, es aprovechada por el restaurante madrileño Tramo, ubicado en el barrio de Prosperidad, que ha recibido una Estrella Verde Michelin este año. El galardón reconoce a los restaurantes con prácticas sostenibles en su cocina, como este plato, que nació del afán de usar esos restos que siguen siendo comestibles y suculentos. O como el restaurante Barro, que compra lo que a otros les sobra para integrarlo a su menú.
Cada segundo, los españoles tiraron 35 kilos de comida a la basura en 2024. En total, los hogares desperdiciaron 1.125 millones de kilos, un 21% menos desde 2020. En el informe publicado en agosto, el Ministerio de Agricultura atribuye esta evolución sobre el derroche en los hogares al aumento de los precios de la cesta de la compra, al teletrabajo, al uso del táper y a una mayor conciencia social.
El escritor Antonio Muñoz Molina tiene muy presente el día en que, siendo todavía un niño, colocaron un grifo de agua corriente en su casa de Úbeda (Jaén). El autor de El invierno en Lisboa, El jinete polaco y El verano de Cervantes ―publicado en junio― cuenta, a sus 69 años, que aquella infancia austera lo convirtió en “militante de la conciencia de los límites”. Pasó de crecer entre olivos a ocupar un sillón en la Real Academia Española y a dirigir el Instituto Cervantes de Nueva York. Nunca dejó de creer que la conciencia de la escasez es el principio de una sociedad más justa. Por eso, ahora acepta abordar el derroche de comida en una conversación telefónica. Atiende la llamada desde Ademuz (Valencia), donde cultiva su huerto de calabacines, cebollas, berenjenas y tomates e intenta que no sobre nada.
Es la hora de comer y Carlos, que lleva casi un día entero en observación oncológica en el área de urgencias del Hospital Universitario Gregorio Marañón, recibe su bandeja. La mira y no le gusta lo que ve. “Es un puré que parece agua con patatas, sin color, y una ternera estofada con muy mala pinta”, cuenta Julia, su pareja, —ninguno de los dos aparece con apellidos para preservar la intimidad del paciente—. La comida que han servido queda intacta y va a la basura porque él prefiere recurrir a Glovo y pedir un pollo al limón con tallarines para compartir. No es una anécdota, encargar comida a través de las aplicaciones es cada vez más frecuente en los hospitales de Madrid. El personal médico, los pacientes y los repartidores consultados confirman que esta práctica se está extendiendo y provoca que se desperdicien más alimentos. Un estudio publicado en la revista de la Sociedad Española de Salud Pública, asegura que el 35% de lo que se sirve en los hospitales de todo el mundo termina en el contenedor y que cada persona ingresada desperdicia cerca de un kilo de alimentos al día.
Seis millones de personas sufren pobreza alimentaria en España, según el último informe de la Universidad de Barcelona publicado en 2022, mientras que se tiran más de 1.125 millones de kilos de comida al año. Esta contradicción es uno de los motivos que llevó al Gobierno a elaborar la ley de desperdicio alimentario, que se publicó en abril. La norma recoge las medidas para evitar que los alimentos aptos para el consumo terminen en la basura, que van desde su aprovechamiento para elaborar otros productos hasta el reciclaje para compostaje. Además, algunas empresas estarán obligadas a diseñar planes de prevención y promover la donación de la comida que se vaya a tirar y quienes no cumplan serán sancionadas con hasta 500.000 euros. Estas iniciativas, tal y como recoge la ley, tienen como objetivo reducir a la mitad el despilfarro de comida en 2030, que actualmente es de 23,59 kilos al año por persona. El foco está puesto en las familias, responsables del 33,7% de los desechos en España.
En un país donde comer rico es parte de la identidad cultural, cada año miles de toneladas de alimentos acaban en la basura. Esa realidad convive con la de más de seis millones de personas que en España no pueden acceder a comida suficiente y de calidad. Más allá de los efectos inmediatos, el desperdicio conlleva un grave impacto ambiental, económico y social. Se derrocha agua, suelo, horas de trabajo, energía y otros recursos valiosos y, a menudo, limitados. Tirar comida contribuye al cambio climático. Según la ONU, los alimentos que terminan en vertederos generan entre el 8% y el 10% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero. Pero no solo lo paga el ambiente. En la Unión Europea, donde cada año se desaprovechan más de 59 millones de toneladas, la factura es de 132.000 millones de euros, más del doble del presupuesto anual de la PAC (Política Agraria Común) en 2023.