ARTICULO PRIMERO.- Conformar, el Comité de Dirección de...
"Año de la lucha contra la corrupción y la impunidad”
Solo se rompen las cosas que importan. Me refiero a que la conciencia de que algo ha sido verdaderamente quebrado, pisoteado o hecho trizas llega a nosotros cuando lo que estamos a punto de perder es un bien preciado. No resulta raro, entonces, que uno de los conceptos predilectos de los teóricos de las relaciones y de las “nuevas maneras de amar” sea el duelo, hoy resignificado como una pérdida no solo mortal, sino también ligada a la ruptura amorosa y, sobre todo, a la desaparición de una amistad. Se duela la muerte y se duela el desprecio. Por eso siempre he pensado que en esto del “amar nuevamente” había una trampa. Novísimo deseo, novísimo cariño y novísima pasión, sí, pero ¿qué pasa con el nuevo detestar? ¿Cómo pensamos las nuevas formas de odiarnos, para que la violencia no sea tanta, o para que el desencuentro no caiga en imposición o injusticia? ¿Se puede odiar bien? ¿Se puede detestar un poquito mejor? ¿Podemos des-enamorarnos, des-relacionarnos, rabiarnos, pelearnos, separarnos, repudiarnos de una manera un poco más calmada, manchada de una capa más ligera de rencor?
Amiga míaRaquel Congosto Blackie Books, 2025 176 páginas, 14 eurosLa venganza es, idóneamente, un plato que se sirve frío. Pero en la mayoría de los casos, con otra temperatura, es el camino recto hacia la destrucción propia. Lo advertía el filósofo Confucio: “Antes de embarcarte en un viaje de venganza, prepara dos tumbas”. El proverbio da título a la nueva miniserie de Netflix, Dos tumbas, una intriga de tres episodios donde el intérprete armeniolibanés Hovik Keuchkerian (Beirut, 52 años) se reserva un papel secundario pero esencial, el de un padre estoico tras la desaparición de su hija, en contraposición a una abuela coraje dispuesta a todo. “No creo que la pérdida de una hija sea algo que se pueda superar, pero lo que es incuestionable es lo que él dice [por su personaje], que hay que seguir”, reflexiona al final de la maratoniana jornada de presentación de la serie a medios en un hotel de Madrid, donde ha pasado más de ocho horas respondiendo a entrevistas.
Hubo un tiempo en el que su vida se diseccionaba en la revista superventas para adolescentes SuperPop. Dice Mariano Alameda (Madrid, 53 años) que si alguien quiere conocer hoy sus intereses basta con consultar sus redes sociales. Se declara fan “nivel friki” de El señor de los anillos, le interesan la política internacional, el desarrollo personal y la espiritualidad, y el baloncesto. “Entrenaba a equipos juveniles”, revela. No menciona que hasta hace una década fue actor. Y famoso. Esa faceta es el elefante en la habitación. “Lo era. Ya no”. Aunque acepta que recordar a su personaje más conocido ―fue Íñigo en la serie de los noventa Al salir de clase―, puede servir de gancho para promocionar su segundo libro, Fábulas que sanan (Siglantana), una compilación de 21 cuentos breves protagonizados por animales “que piensan, sienten y tropiezan como nosotros”.
El Consejo de Ministros aprueba este martes uno de los movimientos más arriesgados y trascendentes de la legislatura: la condonación parcial de la deuda autonómica, pactada con ERC para la investidura de Pedro Sánchez y extendida después al conjunto de las comunidades de régimen común. La medida no solo supone un movimiento de más de 83.000 millones de euros, sino que abre un debate de calado político, económico y territorial que dará mucho de qué hablar en el arduo trámite parlamentario que le espera.
Decía Arsuaga en una frase que ha pasado ya al mismo panteón en el que están las de Oscar Wilde o las que Churchill nunca pronunció que la vida tiene que ser algo más que trabajar toda la semana e ir el sábado al supermercado. Tiene razón el paleoantropólogo más clarividente y no por ello menos querido de España: la vida es también montarle un pollo a una teleoperadora de Booking que no tiene culpa de nada, quejarse de los turistas —que son todo el mundo menos nosotros mismos—, sentirse culpable por haber nacido en la España vaciada y no residir ni tributar en ella, loar los colmados en público y a escondidas comprar el libro de David Uclés por Amazon, subir memes protesta para detener un genocidio, darse de alta en el gimnasio sabiendo que al final no vas a acudir, apuntarse a un club de lectura que acabará siendo más bien cata enológica, decir que los que de verdad saben cómo tratar el monte son las nobles gentes del rural, afirmar que el calor húmedo es mucho peor que el seco, prometerle a ese amigo lacaniano que esta temporada sí que vas a terapia, preguntarle a los compañeros dónde han estado de vacaciones para no escuchar la respuesta u olvidarla inmediatamente y, finalmente, como cada septiembre, buscar en Google cómo se escribe rentrée. A mí cuando los agoreros con cuenta corriente saneada, contrato indefinido y paga extra me vienen con el lamento de la rutina me dan ganas de prender fuego al garito para después echarle la culpa al cambio climático, a los oscuros intereses de las eólicas, a la agenda 2030 o a Pedro Sánchez (si es que no son lo mismo), no porque no esté de acuerdo con ellos sino porque tienen toda la razón: qué coñazo es tener una costumbre pautada a la que agarrarse, un salario que ganar, una frente que sudar durante el día para después reposar en la almohada por la noche. Qué cruz el capitalismo. Menos mal que, si hacemos caso a todas las señales, ya se está acabando.
En algunos cursos durante mi primera adolescencia compartía clase con cuarenta y tantos alumnos. Éramos tal cantidad que los profesores lo primero que hacían al entrar en el aula era abrir las ventanas. Nosotros habíamos perdido ya irremediablemente el olfato, pero a cambio disfrutábamos del anonimato que te concedía formar parte de una clase tan amplia. Había compañeros que lograron durante varios cursos que ningún profesor se supiera sus nombres, gracias a lo cual nunca eran llamados para nada. Otro logramos ser tan invisibles escondidos en los soportales durante las clases de gimnasia que ni tan siquiera tuvimos que comprar un chándal. Supongo que los pedagogos de entonces consideraban que un grupo de cuarenta y tantos chavales era gobernable, aunque es posible que varios de nuestros profesores de entonces no estuvieran del todo de acuerdo. Esta cifra me ha vuelto a llamar la atención porque, la semana pasada, la presidenta de Baleares pidió ser eximida en el reparto de 49 menores inmigrantes que le habían sido asignados para ser sacados finalmente del hacinamiento en las islas Canarias. La idea de que una comunidad no puede hacerse cargo de cuarenta y tantos menores es un poco desasosegante. Más que nada porque cerrarles la puerta a la acogida los condena a unas condiciones indecentes que ya llevan soportando meses.
Cada septiembre, la vuelta al cole supone un esfuerzo económico para miles de familias. Pero además de un reto, también puede ser una oportunidad educativa. La economía doméstica no debería ser un tema tabú: involucrar a los hijos en pequeñas decisiones —comparar precios, decidir qué reutilizar, planificar las compras o entender qué es un presupuesto— les ayuda a desarrollar hábitos y valores que les acompañarán toda la vida. Hablar de dinero en casa no es hablar de materialismo, sino de libertad y responsabilidad. La vuelta al cole es un momento idóneo para que las familias lo incorporen como parte de la educación de sus hijos, porque la verdadera enseñanza no está solo en los libros, sino también en cómo aprendemos a gestionar los recursos que tenemos. a pie.
EL PAÍS puso en marcha en 2018 una investigación de la pederastia en la Iglesia española y tiene una base de datos actualizada con todos los casos conocidos. Si conoce algún caso que no haya visto la luz, nos puede escribir a: abusos@elpais.es. Si es un caso en América Latina, la dirección es: abusosamerica@elpais.es.
Dos agentes de la Policía Local de Benejúzar (Alicante) han sido denunciadas por la muerte de Sergio Penalva, un DJ de 47 años al que causaron un considerable número de lesiones que, según la autopsia practicada en el Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses de Alicante, se debieron al forcejeo mantenido por el arrestado con las policías durante su detención. El hijo de la víctima, menor de edad, fue quien interpuso la denuncia ante la Guardia Civil, y manifestó en su declaración que su padre salió el 13 de julio a la calle de madrugada porque sufría una crisis de ansiedad.
Vasos de plástico se enredan con la vegetación dunar; un casco de cerveza asoma, semienterrado, entre la arena. Restos de bolsas y de pañuelos tiñen de blanco el beige de la playa. Se notan los macrobotellones de la playa de El Puntal (Somo, Cantabria), una lengua protegida por la Red Natural 2000 y castigada por los botellones de los nacidos más o menos en ese año. Las aglomeraciones han desbordado la capacidad de control del Ayuntamiento de Ribamontán al Mar (Partido Regionalista de Cantabria) y colonizan Instagram o TikTok con usuarios ansiosos de figurar en la fiesta marina de moda. La viralidad virtual genera indignación real en los lugareños y cántabros, que acusan al pasota turista, particularmente de Madrid, de corromper su oasis. Estos se defienden: “El maleducado es maleducado siempre”. De fondo, petición de control: “Es culpa de quien lo hace y de quien lo permite”.
La liturgia comienza con un electricista jubilado de una empresa azucarera de León ciñéndose una gorra gris y poniéndose una bata con el lema “Operatore de la macchina”. El hombre tiene una silla de respaldo de tela como las de los cineastas en donde se lee: “Trébol el proyeccionista”. Selecciona con mimo un proyector Pathé Baby, una reliquia de 1912, agarra su manivela y la acciona para, sobre un sencillo panel, proyectar en blanco y negro y sin sonido las cómicas andanzas de Charlot. Solo el traqueteo del aparato interrumpe el silencio. Miguel Pérez, Trébol o Trebolín para los amigos, sonríe satisfecho. “¡Aquí todo funciona!”, exclama, y abre los brazos como si quisiera abarcar con ellos el amplio museo del cine de Veguellina de Órbigo (León, 2.000 habitantes), con piezas incluso centenarias compradas y arregladas por él y cedidas a su ciudad para disfrute de cinéfilos o curiosos locales y forasteros.
Vivir en Las Águilas, el segundo barrio con más población del distrito madrileño de Latina (52.341 habitantes), es casi igual que vivir en la periferia. Son parte de Madrid ciudad, pero para llegar al centro en transporte público tardan prácticamente lo mismo que las personas de otros municipios. Desde los puntos más céntricos y concurridos del barrio, para llegar al metro se tarda al menos 20 minutos andando, u otros 17, en promedio, en autobuses abarrotados (más el tiempo de espera, de 15 a 20 minutos en la mayoría de los casos). También se puede llegar en coche hasta la estación de metro más cercana y dejarlo en un aparcamiento disuasorio, pero siempre están llenos. Hay paradas de Cercanías, pero no pasan por el centro. Moverse es un verdadero drama.
Cuando Spyros y Michaela, una pareja de jóvenes griegos, tomaron la decisión de mudarse a Barcelona, no esperaban encontrarse con que conseguir una habitación fuese tan complicado. “Sabíamos que iba a ser difícil, porque en Grecia tenemos el mismo problema, pero no esperábamos que lo fuese tanto”, explica Michaela, que está a punto de empezar un máster universitario en la capital catalana. Ambos llevan varios meses de búsqueda lidiando con honorarios abusivos de agencia y estafas camufladas en anuncios. Hasta encontrar un lugar mejor, alquilan una habitación en un piso compartido con otra persona en L’Hospitalet de Llobregat por la que pagan cerca de 700 euros y que incluye servicios como la limpieza semanal.
Cada ser humano tiene sus ideas. Las expresa en casa o en el bar, con moderación o furia, consigo mismo o en debates. Los directores de cine, además, las vuelcan en películas. De ahí que haya temas que se vuelvan recurrentes en la pantalla, porque preocupan en ese momento a la sociedad. En esta edición del festival de cine de Venecia, por ejemplo, muchos largos analizan la paternidad, o la esclavitud que ha impuesto el trabajo capitalista. En otros años, fue la política, la identidad o la migración. Y así. Un asunto, sin embargo, permanece como constante en el séptimo arte occidental desde hace décadas: el Holocausto. Ya se sabe todo, pero las preguntas ―y los filmes― no cesan. Tal vez porque resulte imposible explicar tamaño horror. O incluso retratarlo con una cámara. Hoy, en la Mostra de Venecia, otro documental se ha sumado al intento: Holofiction, de Michal Kosakowski. Con una propuesta, eso sí, inédita. No se parece a ningún filme visto hasta ahora. Y, a la vez, los engloba a todos.
Para que Myriam Rubio (Madrid, 53 años) haya llegado a tener su habitación propia a lo Virginia Woolf ha tenido que pasar una crisis económica, una década y media y mucha paciencia. La museógrafa evoca el ensayo de la famosa escritora —“una mujer debe tener dinero y una habitación propia si quiere escribir novelas”— cuando relata el largo camino que le ha llevado a ser una de las principales especialistas en el desarrollo proyectos de museos y exposiciones del país. Desde una periferia lejana a los habituales círculos de poder culturales como El Puerto de Santa María (Cádiz), trabaja con su empresa Cuatroparedes para las principales instituciones culturales españolas, del Prado a la Biblioteca Nacional, con una máxima: “Dedicarle a cada proyecto tiempo y cariño”.
Los vídeos de covers musicales son una parte fundamental de la historia de internet. Tras la llegada de YouTube en 2005, rápidamente esta plataforma se inundó de músicos versionando temas de sus artistas favoritos con la esperanza de tocar y, con suerte, hacerse virales. Kristina Rybalchenko, sin embargo, subió su primer vídeo tocando la batería solo para hacer “un experimento divertido”. “Grabamos en un club nocturno cuando tenía 15 años. Yo quería tocar un tema en la batería y le pedí ayuda a mi padre para organizarlo todo, ya que uno de sus amigos era el dueño del club”, relata Rybalchenko, que ahora, a sus 28 años, acumula 100 millones de reproducciones en su canal de YouTube y se sitúa como la mujer más popular en el mundo de la batería de Instagram, con 1,4 millones de seguidores (le pisan los talones las bateristas Raja Meissner y Nandi Bushell).
Cada vez más niños y, sobre todo, adolescentes consumen bebidas de alto contenido en azúcares y cafeína, más si cabe en la época estival. Según los datos publicados el pasado mes de junio por la Sociedad Española de Medicina de la Adolescencia, existe un aumento de un 31% en la toma de bebidas energéticas entre los jóvenes desde 2018 hasta 2024, y, además, un 40% de los menores las consumen cada día. Y es que son muchos los padres que, desconociendo los perjuicios que tienen para la salud, permiten el consumo de bebidas energéticas a sus hijos independientemente de la edad que tengan.
Oscar Wilde aventuró que la “única forma de superar una tentación es caer en ella”. Quizás hablaba de su pasión por las ostras, esos bivalvos —la trufa del mar, el rey de los mariscos— que los romanos eran capaces de engullir como aperitivo al ritmo de varias docenas antes de cenar. Se preparan de infinidad de maneras, pero frescas es la forma común de consumirlas. Ya lo decía el retórico Quintiliano en el siglo I en una célebre metáfora culinaria para ilustrar la diferencia entre lo natural y lo artificial: “Nadie duda de que la ostra fresca es mejor que la que se ha disfrazado con salsas y condimentos”. Se consumen todos los meses del año, aunque en el estío, su época de reproducción, llevan menos carne. Y, desde algún tiempo a esta parte, protagonizan un auténtico bum gastronómico que no parece tener fin.