ARTICULO PRIMERO.- Conformar, el Comité de Dirección de...
"Año de la lucha contra la corrupción y la impunidad”
Hemos hablado tanto de Silksong que parece que el juego de Team Cherry haya eclipsado el mundo de los videojuegos. Lo cierto es que, en puridad, así fue: muchos estudios pospusieron el lanzamiento de sus juegos para no chocar el 4 de septiembre con Hornet y los demás bichos que habitan Telalejana.
Este verano de 2025, que se va hoy por el desagüe, ha sido muy cruel. Mientras media España estaba bajo el fuego y el ciudadano se desayunaba cada mañana con un nuevo incendio, en el telediario se le servía de sobremesa la visión de los muertos entre los escombros de la demolición programada de Gaza. Los incendios han sido apagados, pero el fuego permanece en la boca incendiaria de algunos políticos que no ven la forma de apagar su odio al adversario. A la Unión Europea le va a acompañar para siempre el deshonor de haber presenciado cadáveres de miles de niños hambrientos bombardeados sin hacer nada que no fueran los lamentos del ritual diplomático. Esta vez no valdrá decir que nada se sabía de este exterminio, como sucedió con el Holocausto. Esta vez la masacre indiscriminada ha supuesto una exhibición del mal bajo la forma más visible y diabólica. Los palestinos de Gaza siguen siendo ritualmente exterminados mientras los políticos se enredan con la semántica de si es o no es un genocidio, pero más allá de este enredo con las palabras con que se pretende enmascarar la mala conciencia, es evidente que esta matanza solo se puede parar mediante una rebelión popular masiva que llene las calles de Europa de millones de gente airada. Ya no vale apartar los ojos de semejante ignominia. Fue el arma que acabó también con la guerra de Vietnam. A quien me pregunta qué es la felicidad le digo que es la de aquel verano que ni siquiera recuerdas. Posiblemente, eras muy joven o tal vez estabas ya entrado en años, pero sabes que fue tu verano porque siempre acudes a él cuando tratas de recordar los días felices del pasado que concentran en tu memoria todos los placeres posibles con la armonía del cuerpo. Aquellos sueños han sido abrasados este verano de 2025 que muchos recordarán como aquel en que se vio de cerca el fuego del infierno unido a las fuerzas del mal en el genocidio de Gaza. Y si un día alguien te pregunta “¿y tú, qué hiciste?” no podrás evitar una respuesta.
La vieja relación entre el contenido y el continente en el arte contemporáneo —lo del plátano pegado con cinta adhesiva de Maurizio Cattelan— es tan magnética que, a veces, produce situaciones extrañas. Desde hace unas semanas, cuando comenzaron los trabajos de mudanza en el Centro Pompidou, los servicios de limpieza viven tensionados por la posibilidad de confundir una obra de arte con algún cachivache olvidado en las galerías. El blanco inmaculado de las salas y las leyendas explicativas, tan poéticas como imprecisas, les otorgan un irresistible poder intelectual. Desing Pop, reza el cartel de la sala donde ya solo queda un extintor rojo después de trasladar el resto de piezas sin que uno sepa ya qué pensar. Y ocurre así en todo el revolucionario edificio, porque desde hace meses, las 140.000 obras que conforman una de las colecciones más importantes de arte moderno del mundo, los picasso, léger, dufy, modigliani, kandinsky o chagall han viajado a un lugar secreto en el norte de París para que el Pompidou, a punto de cumplir 50 años, cierre durante un lustro para renovarse.
En la particular muñeca rusa que es Estados Unidos, Hollywood es un ecosistema peculiar. Si el país parece haberse teñido de conservadurismo, California es su bastión más demócrata y Los Ángeles vuela libre como el viento, Hollywood a menudo nada entre dos aguas. En ocasiones es puntera a la hora de contar historias, como el gran teatro del mundo que es. Pero otras le cuesta avanzar, lastrada por diferentes poderes —a menudo económicos— que la anclan. Por eso resulta tan interesante ver cuál ha sido su reacción ante las recientes muestras de rechazo al genocidio de Israel sobre Gaza: ninguna. Y eso es toda una sorpresa.
Cimas cita en un bar del pueblo donde vive hace tres años. Un municipio de Guadalajara famoso por tener playa de embalse y una central nuclear clausurada, al que se llega por una carretera llena de curvas y huertos solares. Paradojas de aquí y ahora. Al llegar, y toparnos con el bar de la cita cerrado, le vemos pasar conduciendo afanoso un utilitario que hace tiempo no pisa el lavadero y le seguimos hasta otro restaurante. Una vez instalados en una mesa alta en la puerta, empieza a llegar un goteo de trabajadores a ventilarse el menú del día que saluda al personal y se le queda mirando como pensando: te conozco, pero no sé bien de dónde, mientras él devuelve el saludo y ni confirma ni desmiente que es famoso. Antes, nos había obsequiado al fotógrafo y a mí con sendos tarros de miel de la Alcarria. “No me gustan las entrevistas, no me fío un pelo de vosotros y así os compro”, nos suelta. La primera, en la frente.
HOMBRE DE 'POQUITA FE'A Raúl Cimas (Albacete, 48 años), le encantaba dibujar, por lo que estudió Bellas Artes en Cuenca, pero, antes de terminar, se le cruzó la comedia por el camino, valoró opciones y le salió a cuenta probar suerte. Amigo y compinche de Joaquín Reyes, Ernesto Sevilla y Pablo Chiapella, entre otros desternillantes paisanos, Cimas sometió su vena cómica al test de prueba y error en programas como La hora chanante y Muchachada Nui antes de alcanzar su actual estatus de humorista de culto para una inmensa minoría que se desopila con sus monólogos y sus colaboraciones en programas de colegas como el de Andreu Buena Fuente y David Broncano. Autor del cómic Demasiada pasión por lo suyo, Cimas no ha abandonado del todo su primera vocación y, cuando deje de tener compromisos, le gustaría volver a los pinceles y los rotuladores. De momento, presenta la segunda temporada de la serie Poquita fe, junto a Esperanza Pedreño.
Yolanda Díaz, vicepresidenta segunda del Gobierno, ministra de Trabajo y líder de Sumar, recibe a EL PAÍS una semana después de uno de sus tragos más amargos en el Ejecutivo: la derrota en el Congreso de su proyecto de ley para reducir la jornada laboral a 37,5 horas semanales. Pero muestra su determinación en seguir peleando por esa medida y otras en favor de los trabajadores. Díaz (Fene, A Coruña, 54 años) es consciente de que el Gobierno está en apuros por los escándalos de corrupción, pero quiere que la respuesta sea ir más rápido y dejarse la piel por la agenda social.
La madrugada del 16 de julio, a las 3.53 horas, una joven canaria de 17 años salió a trompicones de una infravivienda okupada en el barrio militar de La Isleta, en Las Palmas de Gran Canaria. Vestía una chilaba gris y, tras huir por una ventana, sortear un foso y un muro, logró alcanzar la acera. Segundos después, salía su amigo Abarrafia Hader, un marroquí de 20 años sin antecedentes policiales que había llegado a Lanzarote en patera un mes y medio antes. Ambos se abrazaron. Acababan de salvarse de un incendio que a ella, una menor fugada de un centro de menores, casi le cuesta la vida. Las llamas le habían abrasado la mitad del cuerpo, sobre todo la espalda, la cadera y las piernas. La piel de un pie le colgaba. “Pensé que [ella] iba a morir allí”, declaró el joven, quien fue directo del hospital a la cárcel.
Durante un juicio por estafa celebrado esta semana en la Audiencia de Barcelona, el banquillo de los acusados ha estado vacío. Uno de los procesados, Rafael Ruiz Lemonche, presunto empresario, tres veces condenado, está en busca y captura. El otro, Benito Pérez Bello, magistrado suspendido, acusado de estafar 850.000 euros a un matrimonio amigo y a una conocida del matrimonio, se ha sentado en el estrado junto a su abogado, ambos con toga, pero solo Pérez con puñetas. El propio Pérez ha vestido la toga sin puñetas de los abogados durante los 14 años en los que estuvo en excedencia voluntaria como juez. Y lo hizo a veces como acusación y otras como defensa en otros cinco asuntos calcados en los que siempre aparece él y nunca, el dinero de los inversores.
“Pitaba y pitaba y pitaba”. Pitó tantas veces en 2024 que Lara empezó a llevar un registro en un cuaderno: a qué hora saltaba la alerta, qué día era, qué hora era, dónde estaba ella en ese momento. También llegó un momento en el que pensó si tenía sentido llamar a Cometa, el centro que hace el seguimiento de las llamadas pulseras antimaltrato: “Aquí no ha saltado nada, él no está cerca’. Eso me decían, que no podía ser. Pero a mí me pitaba. Y la policía, si Cometa no da el aviso, no pueden hacer nada. Es como si estuvieras loca, y completamente sola”. Mientras que a María, otra víctima, no le ha fallado el dispositivo en los dos años y un día que lleva con él. Es a la vez su salvador y su amenaza constante. Lo ha portado con las dos empresas privadas que estos dos últimos años han prestado el servicio de protección: “A mí nunca se me ha estropeado, ni ha fallado, y a él, continuamente. Con lo cual es evidente que el problema no es del dispositivo, es que el agresor lo manipula”. Las pulseras han estado esta semana en el centro de la polémica después de que la Fiscalía General del Estado alertase en su memoria anual de problemas de cobertura en los dispositivos que han provocado sobreseimientos y absoluciones de agresores.
Son las 8.30 y María Mola, tutora de primer curso en el colegio público Óscar Esplá de Alicante, está en la sala de profesores. Las clases empiezan a las 9, pero varias de las maestras llegan una hora antes. “Así empiezas el día con un poco más de seguridad, teniendo las cosas listas, porque luego no da tiempo a nada”, comenta Mola. El Óscar Esplá es un colegio muy diverso, pero no es un gueto. Está en Los Ángeles, un barrio de clase trabajadora hecho en buena medida de edificios de ladrillo visto y toldos verdes. Sus aulas acogen desde hace tiempo a estudiantes cuyas familias proceden de medio mundo, y es un referente en la escolarización de alumnado con trastorno del espectro autista (TEA). Pero como el conjunto del sistema educativo español, especialmente en la enseñanza pública, en los últimos años ha vivido un boom de incorporación de chavales que, por distintas razones, necesitan apoyo educativo. En el conjunto de España, su número ha aumentado un 75%, según reflejó esta semana un informe de CC OO, mientras los fondos para atenderlos lo han hecho solo un 31%.
En una prueba más de nuestra existencia como pueblo colonizado por el Imperio, hemos asumido que el atentado que define el actual concepto de violencia política es el que se perpetró contra el activista Charlie Kirk. Primera aceptación acrítica, la de denominarlo activista “conservador”, no ultra. El asesino en cuestión, un joven de 22 años, no ha satisfecho los requisitos que anhelaba el movimiento MAGA: más que un peligroso izquierdista, Tyler Robinson es claramente hijo de un país que entiende la defensa individual como derecho legítimo y natural de su libertad, aunque ese espíritu defensivo no responda a amenazas reales sino a los delirios que actualmente propaga la secta trumpista. Nos han convencido de que este es el atentado al que debemos prestar atención, y expresar no solo la condena sino el consabido discurso emocionado sobre lo importante que es el uso de la palabra en el debate democrático. Gracias. Prohibido insinuar que el catecismo de Kirk promovía las bases de una violencia desatada.
Nadie ordenó censurar a Jimmy Kimmel. ABC tomó una “decisión editorial independiente”: suspender su programa tras sus bromas sobre el asesinato de Charlie Kirk. No hubo decreto presidencial ni censor oficial. A la Comisión Federal de Comunicaciones le bastó mencionar los “remedios disponibles” para contenidos problemáticos y se siguió la lógica empresarial. Todo muy normal, muy democrático, muy libre. Nadie ordenó tampoco a la Universidad de Berkeley enviar el nombre de Judith Butler a las autoridades federales. La Oficina para la Prevención del Acoso siguió “procedimientos estándar” al transmitir una denuncia de “presunto antisemitismo” nunca investigada. Butler recibió una carta diciéndole que su nombre figuraba en una lista federal. Solo procedimientos administrativos rutinarios. Bienvenidos al autoritarismo sin rostro.
Gavin Newsom publica un vídeo en el que Donald Trump tropieza, de una forma difícil de aceptar para quien se muestra tan seguro de no equivocarse jamás, mientras sube la escalera del Air Force One. Óscar Puente comparte imágenes de una aglomeración en el metro de Madrid junto al mensaje “Metro borroka”, con lo que al mismo tiempo cuestiona la gestión del transporte público de Isabel Díaz Ayuso y se mofa de la idea según la cual la manifestación propalestina en La Vuelta a España era como la violencia callejera de los cachorros de ETA. En una tienda digital, Newsom vende gorras del rojo MAGA pero con mensajes cachondeándose del presidente. Puente difunde un titular de una cuenta que parodia a The Objective, web a la que llama “el contenedor amarillo”: “El Gobierno teñirá de rubio y pondrá lentillas azules a los mena [menores extranjeros no acompañados] para que puedan ser aceptados por las autonomías del PP”. Es solo una muestra de una lista que podría ocupar todo este artículo, porque la producción digital de Newsom y Puente para desafiar —y trolear— a sus rivales es abundante.
El sector de la construcción emplea en España a un millón y medio de personas, la cifra más alta en los últimos 15 años. Es un número al alza, que crece a la vez que el precio del bien que elaboran estos trabajadores. Mientras la vivienda devora una porción cada vez mayor de muchas nóminas, el país ya cuenta con tantos trabajadores de la construcción como a finales de 2010. Sin embargo, los 1,52 millones de ocupados en el sector (según los datos de la Encuesta de Población Activa del segundo trimestre) siguen muy lejos de la cifra que se llegó a alcanzar en 2007, a las puertas del pinchazo de la burbuja, con 2,72 millones de empleados. La otra pata del sector, las inmobiliarias, sí superan el número de empleados registrados a principios de siglo: son 181.000 trabajadores, un millar más que en la cima que se llegó a alcanzar antes del crash.
Han pasado casi dos décadas desde que el expresidente de la Generalitat, Pasqual Maragall, anunciase que padecía alzhéimer. En una multitudinaria rueda de prensa y sin remilgos, el que fuera también alcalde de Barcelona levantó de un golpe todos los velos de estigma que caían sobre esta dolencia neurodegenerativa y alzó la voz: reveló su diagnóstico, sacó la enfermedad a la calle y se conjuró para combatirla desde la ciencia más puntera. La Fundación Pasqual Maragall es hoy un centro de investigación de referencia internacional. Él ya no es consciente de su propia encomienda, la enfermedad ha borrado cualquier traza de recuerdo de esos primeros años de empeño personal, pero su hija, Cristina Maragall (Barcelona, 58 años), presidenta de la institución, mantiene vivo el legado de su padre y lúcido su propósito.
Joaquín Prat (Madrid, 50 años) lleva 17 años siendo el chico bueno de Mediaset. ¿Cubrir la mañana? Aceptado. ¿Moverse a Cuatro a hacer política? Venga, “soy un mandado”, reconoce. ¿El mediodía en Telecinco? No me encanta, pero de acuerdo. Pero el año pasado no fue una temporada fácil. Ana Rosa Quintana, su mentora, volvió a la mañana y relegó su programa. Un camarero del restaurante cerca de Mediaset donde se hace la entrevista comenta: “¡Con lo tranquilo que estabas en las mañanas!”. “No me queda otra”, responde él. Quizás por ese talante ahora recibe lo que califica de “premio”: con El tiempo justo encabeza las tardes, de 15.45 a 18.30. De momento lo que espera es que ese premio no esté envenenado. A Telecinco le está costando acertar con esta franja. Prat, en todo caso, busca estabilidad. A estas alturas, siente que puede hacer lo que quiera. Hoy, “toca remar”.
Hacía meses que no le pasaba, pero Susan Faludi (Nueva York, 66 años) experimentó hace unos días el espejismo de sentirse medianamente bien con la vida. “Fue por estar lejos del ordenador y no leer las noticias en toda la mañana. Como soy periodista y no una ermitaña, como me dedico a escribir sobre los derechos de las mujeres, volví a conectarme, volví a la agonía”, cuenta la mítica cronista en una videollamada desde su casa en Cambridge (Massachusetts) a mediados de septiembre. La falsa sensación de felicidad se evaporó con un scroll rápido en su móvil. “Despertarse cada día en Estados Unidos es terrorífico, vivimos en El señor de las moscas. Nuestras instituciones públicas se han desintegrado y todo el mundo actúa como un adolescente trastornado. Desde los tech bros hasta las vergonzosas ruedas de prensa del gabinete de Trump, desde las mujeres que idealizan las ‘cosas de chicas’ a la manosfera con hombres de esteroides fibrándose en un gimnasio, da la sensación de que no hay ni un solo adulto responsable en la habitación. La gente se siente insegura y vulnerable porque se ha estancado la idea de progreso. Hay un miedo enorme que lo ha inundado todo”, describe.
El domingo 14 de septiembre fue el último con los comercios abiertos, de esta temporada, en las zonas de gran afluencia turística (ZGAT) de Barcelona. Un espacio que ocupa la totalidad de Ciutat Vella y el Eixample y gran parte de Sant Martí, Gracia, Horta-Guinardó, Sarrià-Sant Gervasi, Les Corts y Sants-Montjuïc, donde —desde 2022— se permite abrir a los comercios todos los domingos (de 12.00 a 20.00 horas) entre el 15 de mayo y el 15 de septiembre. El gobierno de Ada Colau permitió a los negocios de estas zonas (prácticamente toda la ciudad) abrir estos domingos en un momento donde la economía salía de una pandemia. Se fijó un horizonte de cuatro años para recuperarse de la crisis del coronavirus. Los cuatro años acabaron el pasado domingo. ¿Ahora qué?
Las autoridades de Ucrania han difundido esta semana la foto de la detención el 3 de septiembre de Artur Rudko, un conocido deportista exguardameta de los dos principales equipos de fútbol del país, el Dínamo de Kiev y el Shakhtar Donetsk. En la imagen aparece junto a otros tres hombres en el momento de ser interceptado por agentes fronterizos que impidieron que huyera del país para no servir en el ejército. Pese a la imperiosa necesidad de efectivos, las autoridades alertan de que hay en torno a 1,5 millones de hombres en edad de ser reclutados —de 25 a 60 años, sin eximentes de salud, profesionales o familiares— que siguen escabulléndose. Ucrania necesita unos 300.000 soldados para reponer unas brigadas que combaten a medio gas y exhaustas, que en algunos casos disponen solo del 30% de los recursos humanos necesarios, según un informe del centro de análisis OSW de Polonia.